LAS ACTIVIDADES
MENTALES
Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de
Medicina
l
El concepto operacional de la conciencia.– El alma y
el cuerpo. – Preguntas que no tienen sentido.– La introspección y el estudio
del comportamiento.
Al
mismo tiempo que actividades fisiológicas, el cuerpo manifiesta actividades
mentales. Mientras que las actividades orgánicas se muestran por medio del
trabajo mecánico, por el calor, la energía eléctrica, las trasformaciones
químicas, susceptibles de ser medidas por las técnicas de la física y de la
química, las manifestaciones de la conciencia revelan procesos diferentes,
aquellos que se emplean en la introspección y el estudio del comportamiento
humano. El concepto de conciencia es equivalente al análisis, hecho por
nosotros, de lo que en nosotros pasa, y también de ciertas actividades
claramente visibles entre nuestros semejantes. Resulta agradable distinguir
estas actividades en lo intelectual, moral, estético, religioso y social. En
suma el cuerpo y el alma son perspectivas cogidas del mismo objeto con ayuda dé
métodos diferentes, de abstracciones hechas por nuestro espíritu de un ser
único. La antítesis de la materia y del espíritu no es sino la oposición de dos
órdenes de técnica. El error de Descartes ha sido creer en la realidad de estas
abstracciones y contemplar como heterogéneos lo físico y lo moral. Este
dualismo ha constituido un peso grave en la historia del conocimiento del
hombre. Ha creado el falso problema de las relaciones del alma y del cuerpo. No
ha habido lugar de examinar la naturaleza de estas relaciones, porque no
observábamos ni alma ni cuerpo, sino únicamente un ser compuesto cuyas
actividades fisiológicas y mentales hemos dividido arbitrariamente.
Por
cierto, se continuará, siempre hablando del alma como una entidad, como se
habla de la caída del sol y del amanecer, refiriéndose, por supuesto, al hecho
de asomarse el sol en el horizonte, como si tal fenómeno aconteciera, y aunque
la humanidad sabe perfectamente, de Galileo acá, que el sol permanece inmóvil.
El alma es el aspecto específico de nuestra naturaleza, aspecto que nos
distingue de todos los otros seres vivientes. La curiosidad que a nuestro
respecto experimentamos, nos arrastra, por fuerza, a procurar desentrañar
problemas insolubles, preguntas que científicamente, no tienen sentido alguno.
¿Cuál es la naturaleza del pensamiento, esa cosa extraña que vive en nosotros
sin consumir una cantidad de energía apreciable? ¿Cuáles son sus relaciones con
las formas conocidas de la energía, física? El espíritu vive casi inadvertido
en el seno de la naturaleza viva, y sin embargo es la potencia más colosal que
existe en este mundo. Ha, trastornado la superficie de la tierra; ha construido
y destruido civilizaciones y ha creado nuestro Universo sideral. ¿Es un
producto de las células cerebrales como la insulina lo es del páncreas y la
bilis del hígado? ¿Cuáles son, de entre las células, las precursoras del
pensamiento? ¿A expensas de qué sustancias se elabora éste? ¿Proviene de un elemento
preexistente, como la glucosa del glucógeno o la fibrina del fibrinógeno?.¿Se
trata, acaso, de una energía diferente de las energías estudiadas por la física
que no se expresa por las mismas leyes y se produce por medio de las mismas
células de la base cortical del cerebro? Por el contrario, ¿es preciso
considerar el pensamiento como un ser inmaterial, que existe fuera del espacio
y del tiempo, fuera de las dimensiones del Universo cósmico, y se inserta, por
desconocidos procedimientos, en nuestro cerebro que vendría a ser la condición
indispensable de estas manifestaciones y determinaría sus caracteres? En todas
las épocas, en todos los países, los grandes filósofos han consagrado su vida
al examen de estos problemas cuya solución no han logrado encontrar.
Estas
preguntas nos las haremos siempre, aunque sabemos demasiado bien que es
imposible responder a ellas. Para los hombres de ciencia no tienen sentido
alguno, a menos que nuevas técnicas nos permitan aprehender mejor las
manifestaciones de la conciencia. Para progresar en el conocimiento de este
aspecto esencial, específico del ser humano, hace falta contentarnos con el
estudio minucioso de los fenómenos que podemos coger con nuestros métodos de
observación y sus relaciones con las actividades fisiológicas. Es indispensable
hacer una observación tan completa como sea posible de esta comarca cuyo
horizonte se pierde por todos sus costados en un terrible enredo.
El
hombre se compone de la totalidad de las actividades observables actualmente en
él y de las que ha manifestado en el pasado. Las funciones que en ciertas
épocas y en ciertos medios permanecen virtuales y aquellas que existen de
manera constante, poseen idéntica realidad. Los escritos de Ruisbroeck, el
admirable, contienen tantas verdades como contienen los de Claude
Bernard. El Ornamento de las Bodas Espirituales y La
Introducción a la Medicina Experimental describen aspectos, los unos
más raros, los otros más comunes, del mismo ser. Las formas de la actividad
humana que considera Platón son tan específicas de nuestra naturaleza como el
hambre, la sed, el apetito sexual y la pasión por la riqueza. Desde el Renacimiento,
hemos cometido el error de dar arbitrariamente una situación privilegiada a
ciertos aspectos de nosotros mismos. Hemos separado la materia del espíritu.
Hemos atribuido una realidad más profunda a la una que a la otra. La fisiología
y la medicina se han ocupado, sobre todo, de las manifestaciones del cuerpo y
de los desórdenes orgánicos cuya expresión se encuentra en lesiones
microscópicas de los tejidos. La sociología ha considerado al hombre casi
únicamente desde el punto de vista de su capacidad de dirigir las máquinas, del
trabajo que es capaz de efectuar, de su aptitud para consumir, de su valor
económico. La higiene se ha interesado en la salud, en los medios de aumentar
la población, en la prevención de las enfermedades infecciosas y en cuanto
puede acrecentar su bienestar fisiológico. La pedagogía ha dirigido sus
esfuerzos hacia el desarrollo intelectual y muscular de los niños. Pero todas
estas ciencias han desdeñado el estudio de la conciencia en la totalidad de sus
aspectos. Habrían debido examinar al hombre a la luz convergente de la
fisiología y de la psicología. Habrían debido utilizar equitativamente los
estudios proporcionados por la introspección y el comportamiento. Una y otra de
estas técnicas alcanzan el mismo objeto. Pero la una le observa desde el
interior y la otra coge sus manifestaciones exteriores. No hay razón alguna
para dar a ésta más razón que a aquella. Ambas poseen igual derecho a nuestra
confianza.
II
Las actividades intelectuales. – La certidumbre
científica. – La intuición. – Clarividencia y telepatía.
La
existencia de la inteligencia es un producto inmediato de la observación. Esta
facultad de comprender las relaciones de las cosas, toma en cada individuo
cierto valor y cierta forma. La inteligencia puede medirse con ayuda de
técnicas adecuadas. Estas medidas se dirigen a una forma convencional,
esquematizada, de esta función. No dan sino una noción incompleta del valor
intelectual de los seres humanos pero permiten dividirlos aproximadamente en
categorías. Resultan útiles para la elección de hombres aptos, si se trata de
un trabajo sencillo, tal como el de un obrero de fábrica o de un empleadillo de
almacén o banco. Sin embargo, estas técnicas nos han revelado hechos de
verdadera importancia: la debilidad de espíritu en la mayor parte de los
individuos. Se encuentra, en efecto, una inmensa diferencia en la cantidad y
calidad de inteligencia destinada a cada cual. Desde este punto de vista,
ciertos hombres son gigantes y la mayoría enanos. Cada cual nace con capacidades
intelectuales diferentes, pero, grandes o pequeñas, estas capacidades exigen
para manifestarse un ejercicio constante y también ciertas condiciones mal
definidas del medio. La observación completa y profunda de las cosas, el hábito
del razonamiento preciso, el estudio de la lógica, el uso del lenguaje
matemático, la disciplina interior, aumentan la potencia intelectual. Por el
contrario, las observaciones incompletas y prematuras, el paso rápido de una
impresión a la otra, la multiplicidad de imágenes, la ausencia de
reglamentación y esfuerzo, impiden el desarrollo del espíritu. Es fácil
comprobar cuan poco inteligentes son los niños que han vivido en medio de la
muchedumbre, entre una cantidad de gentes y de acontecimientos, en trenes y
automóviles, en el tumulto de la calle, ante una pantalla cinematográfica, y en
las escuelas, donde la concentración intelectual es desconocida. Existen otros
factores que facilitan o traban el desarrollo de la inteligencia. Estos se
encuentran sobre todo, en la forma de llevar la vida y en las costumbres
alimenticias. Pero sus efectos son escasamente conocidos. Se diría que la
abundancia de la alimentación, el exceso de los deportes, impiden el progreso
psicológico. Los atletas, son, en general, poco inteligentes. Es probable que
el espíritu exija, para alcanzar su grado máximo, un conjunto de condiciones
que se han encontrado únicamente en ciertas épocas. La humanidad no ha
procurado jamás descubrir la naturaleza de estas condiciones. No poseemos
conocimiento alguno acerca de la génesis de la inteligencia. ¡Y nos figuramos
ingenuamente que podemos desarrollarla por el entrenamiento de la memoria y los
ejercicios practicados en las escuelas!
La
sola inteligencia no es capaz de engendrar la ciencia, pero es un elemento indispensable
a su creación. La ciencia fortifica la inteligencia, de la cual no es, sin
embargo, sino un aspecto. Ha aportado a la humanidad una actitud intelectual
nueva: la certidumbre que dan la experiencia y el razonamiento. Esta
certidumbre es muy diferente de aquella que llamamos la fe, por cuanto esta
última es más profunda, tanto, que no puede conmoverse ni perturbarse por
argumento alguno. Tiene cierta semejanza con la certidumbre de los
clarividentes. Y, cosa extraña, no permanece por entero ausente en la
construcción de la ciencia. Es verdad que los grandes descubrimientos
científicos no son obra de la inteligencia sola. Los sabios geniales además del
poder de observar y comprender, poseen otras cualidades: la intuición y la
imaginación creadora. Por medio de la intuición, cogen lo que para los otros
hombres permanece oculto y perciben las relaciones entre fenómenos en
apariencia aislados, adivinando así la existencia de ignorados tesoros. Todos
los grandes hombres han estado dotados de intuición. Un verdadero jefe no tiene
necesidad de “tests” psicológicos ni de fichas indicadoras, para elegir
a sus subordinados. Un buen juez sabe, sin perderse en los detalles de la
argumentación legal, y aun a veces, apoyándose, de Cardozo acá, en
consideraciones falsas, hacer exacta justicia. Un gran sabio se orienta
espontáneamente en la dirección en que hay un descubrimiento que hacer. Este es
el fenómeno que antes se designaba con la palabra inspiración.
Entre
los sabios se encuentran dos formas de espíritu, los lógicos y los intuitivos.
La ciencia debe sus progresos tanto a uno como a otro de estos tipos
intelectuales. Los matemáticos, aunque de estructura puramente lógica, emplean,
sin embargo, la intuición. Entre los matemáticos, los hay intuitivos y los hay lógicos,
analistas y geómetras.
Hermitte
y Weirerstrass eran intuitivos. Riemann y Bertrand, lógicos. Los
descubrimientos que la intuición hace deben ser siempre ensayados por la
lógica. En la vida, ordinaria, como en la ciencia, la intuición es un medio poderoso,
pero peligroso en extremo, porque a veces resulta difícil distinguirla de la
mera ilusión. Aquellos que se dejan guiar únicamente por ella están expuestos a
todo género de errores, porque no siempre resulta fiel. Sólo los grandes
hombres o aquellos simples de corazón puro, pueden ser conducidos por ella
hacia las altas cimas de la vida mental y espiritual. Es una extraña facultad.
Coger la realidad sin ayuda del razonamiento, nos parece inexplicable. En
cierta forma, sin embargo, la intuición parece ser un razonamiento rápido,
extremadamente rápido, producto de una observación instantánea. Es probable que
el conocimiento que los grandes médicos tienen del estado y del porvenir de sus
enfermos, sea de esta naturaleza. Fenómenos análogos tienen lugar, cuando se
juzga en un instante el valor de un hombre y se adivina sus cualidades y sus
vicios. Pero bajo otras formas, la intuición se produce con ausencia total de
observación y de razonamiento, A veces alcanzamos el fin deseado sin saber
donde se encuentra y aun, sin conocer el medio de lograrlo. Se diría que este
modo de conocimiento se acerca a la clarividencia, esta facultad que Charles
Richet llama el sexto sentido. La existencia de la clarividencia y de la
telepatía es un producto inmediato de la observación [[1]]. Los clarividentes
cogen, sin que para ello intervengan los sentidos, los pensamientos de otra
persona. Perciben, asimismo, los acontecimientos más o menos alejados en el
espacio y en el tiempo. Esta facultad es excepcional. No se desarrolla sino en
número muy pequeño de individuos, pero existe en estado rudimentario en muchas
personas. Se ejerce sin esfuerzo y de manera espontánea. Resulta muy sencilla
para los que la poseen. Les procura, de ciertas cosas, un conocimiento más
seguro que el que obtienen por medio de los órganos de los sentidos. Les
resulta tan sencillo adivinar los pensamientos de una persona, como analizar la
expresión de su rostro. Pero, ver y sentir, son palabras que no expresan
exactamente lo que ocurre en su conciencia. No miran ni buscan: saben. La
lectura de los pensamientos y de los sentimientos parece estar emparentada a la
vez con la inspiración científica, estética y religiosa, además de estarlo con
los fenómenos telepáticos. En multitud de casos, se establece una comunicación
instantánea, en el momento de la muerte o de un peligro grave, entre un
individuo y otro. El moribundo o la víctima del accidente, aun cuando este
accidente no sea seguido de la muerte, aparece un instante bajo su aspecto
habitual a un amigo. A menudo, el alucinatorio personaje permanece silencioso.
A. veces habla y anuncia su muerte. Más rara vez aún, el clarividente ve, a
gran distancia, una escena, un individuo, un paisaje, que describe minuciosa y
exactamente. Numerosas personas que no poseen de un modo ordinario el don de la
clarividencia logran una o dos veces en el curso de su vida, la experiencia de
una comunicación telepática.
Así
es cómo el conocimiento del mundo exterior llega a nosotros a veces por vías
diferentes de los órganos sensoriales. Es verdad que el pensamiento puede
comunicarse de un ser humano a otro, aún a gran distancia, Estos hechos que son
del resorte de la nueva ciencia, de la metapsíquica, deben ser aceptados tales
como son ya que forman parte de la realidad. Expresan un aspecto mal conocido
del ser humano. Explican, quizás, la extraña lucidez que poseen ciertos
hombres. ¡Qué penetración formidable lograría aquel que estuviera disciplinado
al mismo tiempo de inteligencia disciplinada y de aptitudes telepáticas! Ciertamente,
la inteligencia que nos ha dado el dominio del mundo material, no es cosa
sencilla. De ella, conocemos sólo una forma, la que procuramos desarrollar en
las escuelas. Pero esta forma no es sino un aspecto de la maravillosa facultad,
constituida por el poder. de coger la realidad, el juicio, la voluntad, la
atención la intuición y quizás la clarividencia, que da al hombre la
posibilidad de comprender a sus semejantes y a su medio.
III
Las actividades afectivas y morales.– Los sentimientos
y el metabolismo.– El temperamento.– El carácter innato de las actividades
morales.– Técnicas para el estudio del sentido moral.– La belleza. moral.
La
actividad intelectual es, a la vez, distinta e indistinta del oleaje siempre en
movimiento de nuestros otros estados de conciencia. Es un modo de ser
característico de nosotros mismos, y cambia con nosotros. Se puede comparar a
un film cinematográfico que registrara las fases sucesivas de
una historia, pero la composición de cuya superficie sensible, variara de un
extremo a otro. Es más semejante aún a las grandes marejadas del océano, cuyas
cimas y profundidades, reflejaran de diferente manera las nubes que recorren el
cielo. En efecto, proyecta sus visiones sobre el fondo sin cesar cambiante de
nuestros estados afectivos, de nuestro dolor o de nuestra alegría, de nuestro
amor y de nuestro odio. Para estudiarla, la separarnos artificialmente del todo
del que forma parte. Pero aquel que piensa, observa o que razona, se siente al
mismo tiempo feliz o desgraciado, perturbado o en calma, excitado o deprimido
por sus apetitos, sus repulsiones o sus deseos. Así el mundo se nos presenta
con un rostro diferente, según los estados afectivos y fisiológicos que
constituyen la marejada de nuestra conciencia durante la actividad intelectual.
Todos saben que el amor, el odio, la cólera y el temor, son capaces de aportar
el desorden aun dentro de la lógica. Estas pasiones exigen, para manifestarse,
modificaciones de los cambios químicos. Los cambios se acrecientan tanto más,
cuanto los movimientos emotivos son más intensos. Por el contrario, como se
sabe perfectamente, el trabajo intelectual no los modifica. Las actividades
afectivas están muy cerca de las actividades fisiológicas. Constituyen lo que
llamamos el temperamento. El temperamento varía de un individuo a otro, de una
raza a la otra. Es una mezcla de caracteres mentales, fisiológicos y
estructurales: es el hombre, propiamente dicho. Es lo que da a cada cual su
pequeñez, su mediocridad o su fuerza. ¿Cuál es la causa del debilitamiento del
temperamento en ciertos grupos sociales y en ciertas naciones? Se diría que la
violencia de los sentimientos afectivos aumenta o disminuye a medida que
aumenta la riqueza, que se extiende la educación, que la alimentación mejora.
Al mismo tiempo se ve también a las funciones emotivas separarse de la
inteligencia y exagerar algunos de sus aspectos. Quizás la educación moderna
nos ha aportado formas de vida, de educación y de alimentación que tienden a
dar a los hombres las cualidades de los animales domésticos o a desarrollar de
manera inarmónica sus impulsos afectivos.
La
actividad moral es equivalente a la aptitud que posee el ser humano de
imponerse a sí mismo una regla de conducta de elegir entre muchos actos
posibles, el que considera como bueno, de liberarse de su egoísmo y de su
maldad. Crea en él el sentimiento de una obligación, de un deber. En general,
permanece en estado virtual, y sin embargo no puede dudarse de su realidad. Si
el sentido moral no existiese, Sócrates no hubiese bebido la cicuta. Aun hoy
día se le encuentra en ciertos grupos sociales y en ciertos países, y a veces
en muy alto grado. Ha existido en todas las épocas. Ha mostrado su importancia
primordial en el curso de la historia. Tiene a la vez algo de la inteligencia y
del sentido estético y religioso. Nos hace distinguir el bien del mal y elegir
el bien con preferencia al mal. En el individuo altamente civilizado la
voluntad y la inteligencia son una sola y misma, cosa y dan a nuestros actos su
valor moral.
Como
la actividad intelectual, el sentido moral proviene de cierto estado
estructural y funcional de nuestro cuerpo.
Este
depende, a la vez, de la constitución inmanente de nuestros tejidos y de
nuestro espíritu y también de factores fisiológicos y mentales que obran sobre
cada uno de nosotros durante nuestro desarrollo. En “Le Fondement de la
Morale”, Schopenhauer comprueba que los seres humanos tienen tendencias
innatas al egoísmo, a la maldad o a la piedad. Como Gallavardín ha dicho,
existen entre nosotros egoístas puros a quienes la felicidad o la desdicha de
sus semejantes les es igualmente indiferente. Hay otros que experimentan un
placer en contemplar el infortunio y el sufrimiento de los demás, y aún en
provocarlo. Hay, en fin, otros que sufren verdaderamente con el dolor de todo
ser humano. Este poder de simpatía engendra la bondad, la caridad y los actos
que de allí derivan. La capacidad de sentir el sufrimiento de los otros hace al
ser moral que se esfuerce en disminuir entre los hombres el dolor y el peso de
la vida. Cada uno de nosotros nace bueno, mediocre o malvado. Pero, lo mismo
que la inteligencia, el sentido moral es susceptible de desarrollarse por medio
de la educación, la disciplina y la voluntad.
La
definición del bien y el mal está basada a la vez en la razón y en la
experiencia milenaria de la humanidad. Corresponde a exigencias fundamentales
de la vida individual y social. En ciertos detalles se manifiesta arbitraria.
Pero en una época dada y en un país dado, debe ser la misma para todos los individuos.
El bien es sinónimo de justicia, de caridad y de belleza. El mal, de egoísmo,
de maldad y de fealdad. En la sociedad moderna, las reglas teóricas de la
conducta se encuentran basadas sobre los vestigios de la moral cristiana. Pero
casi no existe ya una persona que se someta a ellos. El hombre moderno ha
arrojado toda disciplina para satisfacer sus apetitos. Sin embargo, las morales
biológicas e industriales no poseen valor práctico, porque son artificiales y
no consideran sino un aspecto del ser humano. Ignoran las actividades
psicológicas mis esenciales. No nos procuran una armadura suficientemente
sólida y completa para protegernos contra nuestros vicios inmanentes.
A
fin de conservar su equilibrio mental y orgánico, cada individuo está obligado
a mantener una regla interior. El Estado puede imponer por la fuerza la
legalidad, pero no las leyes de la moral. Cada cual debe comprender la
necesidad de hacer el bien y de evitar el mal, y someterse a esta necesidad por
un esfuerzo de su propia voluntad. La Iglesia católica en su profundo
conocimiento de la psicología humana, ha, colocado las actividades morales
sobre las intelectuales. Los individuos a quienes honra más que a todos los
otros, no son ciertamente los conductores de pueblos, ni lo sabios, ni los
filósofos. Son los santos, es decir, aquellos que de manera heroica han sido
virtuosos. Cuando se estudia a los habitantes de la Ciudad Nueva, se advierte
la necesidad práctica del sentido moral. Inteligencia, voluntad y moralidad,
son funciones muy vecinas las unas de las otras. Pero el sentido moral es más
importante que la inteligencia. Cuando desaparece de una nación, toda la
estructura moral se altera. En las investigaciones de la psicología humana, no
hemos dado, hasta el presente, a las actividades morales el lugar que merecen.
El sentido moral es susceptible de un estudio tan positivo como el de la
inteligencia. Ciertamente este estudio es difícil. Pero los aspectos del
sentido moral en los individuos y en los grupos de individuos son fácilmente
reconocibles. Es posible, del mismo modo, analizar las consecuencias
fisiológicas, psicológicas y sociales de la moralidad. Ciertamente, estas
investigaciones no pueden hacerse dentro de un laboratorio. Pero existe todavía
un grupo no pequeño de seres humanos en que los caracteres del sentido moral,
su ausencia o su presencia, se manifiestan de una manera evidente. La actividad
moral, como la inteligencia, se encuentra en el dominio de las técnicas
científicas.
Nosotros
no hemos tenido jamás ocasión de observar en la sociedad moderna, individuos
cuya conducta se encuentre inspirada por la moral. Sin embargo, tales
individuos existen. Es imposible dejar de distinguirlos cuando se les
encuentra. La belleza moral deja un inolvidable recuerdo a aquel que aun una
sola vez, la ha contemplado. Nos conmueve más que la belleza de la naturaleza o
la de la ciencia. Da, al que la posee, un extraño e inexplicable poder. Aumenta
la fuerza de la inteligencia. Establece la paz entre los hombres. Y es, aún más
que la ciencia, el arte y la religión, la base de la civilización humana.
lV
El sentimiento estético.– La supresión de la actividad
estética en la vida moderna; – El arte popular.– La belleza.
El
sentimiento estético existe entre los seres humanos más primitivos así como en
los más civilizados. Sobrevive aún a la desaparición de la inteligencia, porque
los idiotas y los locos son capaces de hacer arte. La creación de formas o de
series de sonidos que despiertan en aquellos que los miran o escuchan, una
emoción estética, es una necesidad elemental de nuestra naturaleza. El hombre
ha contemplado siempre con alegría, los animales, las flores, los árboles, el
cielo, el mar y las montañas. Antes de que se iniciara la aurora de la
civilización, empleó ya sus groseros utensilios en reproducir en madera, en
marfil y en piedra, el perfil de los seres vivientes. Hoy día mismo, cuando no
destruye su sentido estético la educación, el modo de vivir y el trabajo de la
fábrica, experimenta un placer fabricando objetos según su propia inspiración.
Y experimenta, además, una alegría estética absorbiéndose en esta obra. Hay
todavía en Europa, y sobre todo en Francia, cocineros, salchicheros, talladores
en piedra, carpinteros, herreros, cuchilleros, mecánicos, que son verdaderos
artistas. El pastelero que fabrica, una hermosa torta y esculpe en mantequilla,
casas, hombres y animales; el herrero que crea una chapa muy bella; el que
construye un hermoso mueble, el que bosqueja una grosera estatua o dibuja una
tela de lana o de seda, experimenta un placer análogo al del escultor, pintor,
músico o arquitecto que laboran en sus obras respectivas.
Si
la actividad estética permanece virtual en la mayor parte de los individuos, es
porque la civilización industrial nos ha rodeado de espectáculos feos, groseros
y vulgares. Además, nos ha trasformado en máquinas. El obrero pasa, su vida
repitiendo millones de veces cada día el mismo gesto. No fabrica sino una sola
pieza de un objeto determinado; jamás el objeto entero. No puede servirse de su
inteligencia. Es el caballo ciego que da vueltas todo el día en torno de la
noria para sacar agua del pozo. El industrialismo impide el uso de las
actividades de ]a conciencia que son capaces de dar cada día al hombre un poco
de alegría. El sacrificio del espíritu en favor de la materia, por la
civilización moderna, ha sido un error. Un error tanto más peligroso, cuanto
que no provoca ningún sentimiento de rebeldía y es aceptado tan fácilmente por
todos, como la vida malsana de las grandes ciudades y la prisión de la fábrica.
Sin embargo, los hombres que experimentan un placer estético, aun rudimentario,
en su trabajo son más felices que aquellos que producen únicamente para
consumir. Es cierto que la industria en su forma actual, ha quitado al obrero
toda originalidad y toda alegría. La estupidez y la tristeza de la civilización
presente se debe, al menos en parte, a la supresión de las formas elementales
de la alegría estética en la vida cotidiana.
La
actividad estética se manifiesta a la vez en la creación y en la contemplación
de la belleza. Es absolutamente desinteresada. Se diría que en el goce
artístico, la conciencia sale de si misma y se absorbe en otro ser. La belleza
es una corriente irrefrenable de alegría para el que sabe descubrirla porque se
encuentra en todas partes. Sale de las manos que modela o que fabrican la loza
grosera, de los que cortan la leña y construyen en seguida un mueble, de los
que tiñen la seda y tallan el mármol, de los que cortan y reparan los tejidos
humanos. Vive en el arte sangriento de los grandes cirujanos, como en el de los
pintores, músicos y poetas. Existe en los cálculos de Galileo, en las visiones
del Dante, en las experiencias de Pasteur, en la salida y en la puesta del sol,
en las tormentas del invierno, en las altas montañas. Y más punzante se torna
aun en la inmensidad del mundo sideral y en el de los átomos, en la
inexpresable armonía del cerebro humano, en el alma del hombre que se sacrifica
oscuramente por la salud de los otros. Y en cada una de sus formas, permanece el
huésped desconocido de la sustancia cerebral, creadora, del rostro del
Universo.
El
sentido de la belleza no se desarrolla de manera espontánea. No existe en
nuestra conciencia sino en estado potencial. En ciertas épocas, en ciertas
circunstancias permanece virtual. Puede aun desaparecer en los pueblos que
antaño le poseían en alto grado. Así es como la Francia destruye las bellezas
naturales y desprecia los recuerdos de su pasado. Los descendientes de los
hombres que han concebido el monasterio del Monte San Miguel, no comprenden su
esplendor. Aceptan con alegría la indescriptible belleza de las casas modernas
de la Bretaña y la Normandía y sobre todo de los alrededores de París. Lo mismo
que el Monte San Miguel, el propio París y la mayor parte de las ciudades y
aldeas de Francia, han sido deshonradas por un odioso comercialismo. Con el
sentido moral, el sentido de la belleza, durante el curso de la civilización,
se desarrolla, alcanza su apogeo y se desvanece.
V
La actividad mística. Las técnicas de la mística.
Concepto operacional de la experiencia mística.
Entre
los hombres modernos no observamos casi nunca las manifestaciones de la
actividad mística o del sentimiento religioso [[2]]. Aún en su forma más
rudimentaria, el sentido místico es excepcional, mucho más excepcional aún que
el sentido moral. Sin embargo, forma parte de nuestras actividades esenciales.
La humanidad está marcada con huella más profunda por el sentimiento religioso
que por el pensamiento filosófico. En la ciudad antigua, la religión era la
base de la vida familiar y social. El suelo de Europa está cubierto aún de
catedrales y ruinas de templos que levantaron nuestros antepasados. Hoy día, a
la verdad, apenas si comprendemos su significación. Para la mayor parte de las
civilizaciones, las iglesias no son sino museos donde reposan las religiones
muertas. La actitud de los turistas que profanan las catedrales de Europa, da
señales manifiestas del punto hasta donde la vida moderna ha obliterado el
sentimiento religioso. La actividad mística ha sido desterrada de casi todas
las religiones. Su propia significación ha sido olvidada, y a este olvido se
encuentra ligada, probablemente, la decadencia de las iglesias. Porque la vida
de una religión depende de los hogares de actividad mística que esta religión
sea capaz de crear. Sin embargo, el sentimiento religioso ha seguido siendo, en
la vida moderna, una función necesaria en la existencia de algunos individuos
de alta cultura. Y, extraño fenómeno, las grandes órdenes religiosas no tienen bastante
sitio en sus monasterios para recibir a los jóvenes que quieren, por la vía del
ascetismo y de la mística, penetrar en el mundo espiritual.
La
actividad religiosa, como la actividad moral, toma los mis varia dos aspectos.
En su estado más rudimentario es una inspiración vaga hacia un poder que
sobrepasa las formas materiales y mentales de nuestro mundo, una especie de
plegaria no formulada, la persecución de una belleza más absoluta que la del
arte y de la ciencia. Se mantiene vecina a la actividad estética como que la
percepción de la belleza conduce hacia la actividad mística. Por lo demás, los
ritos religiosos se asocian a las diferentes formas del arte. Por ello, el
canto se transforma fácilmente en plegaria. La belleza que persigue el místico,
es más rica y más indefinible que la que persigue el artista. No reviste forma
alguna. No se puede expresar en ningún lenguaje. Se oculta en las cosas del
mundo visible y se manifiesta a un número escaso de hombres. Exige la elevación
del espíritu hacia un ser que es la corriente de todo, hacia un poder, un
centro de fuerzas que los místicos cristianos llaman Dios. En todas las épocas
y en todas las razas, ha habido individuos que poseen en alto grado este
sentido particular. La mística cristiana expresa la forma más elevada de la
actividad religiosa. Está mejor ligada a las otras actividades de la conciencia
que las místicas hindúes o tibetanas, como que ha tenido sobre los místicos
asiáticos la ventaja de recibir desde su más remota edad, las lecciones de Grecia
y de Roma. Cogió de una, la inteligencia; de la otra, el orden y la medida.
En
su estado más puro, comporta una técnica muy laboriosa y una, estricta
disciplina. Desde luego, exige la práctica del ascetismo, y es tan imposible
abordarla sin un aprendizaje ascético como convertirse en atleta sin someterse
a entrenamiento físico alguno. La iniciación en el ascetismo es dura, de modo
que pocos hombres tienen valor suficiente para enrolarse en la vida mística. El
que quiere emprender este rudo viaje, debe renunciar a si mismo y a las cosas
de este mundo. Permanece en seguida, en las tinieblas de la noche oscura.
Experimenta los sufrimientos de la vida purgativa, mientras llora su indignidad
y su debilidad solicitando, para todo ello, la gracia de Dios. Poco a poco, se
desprende de si mismo. Su plegaria se convierte en contemplación. Penetra
entonces en la vida iluminativa sin que pueda describir lo que ve. Cuando
quiere expresar lo que siente utiliza, corno San Juan de la Cruz, el lenguaje
carnal. Su espíritu huye del espacio y del tiempo. Se pone en contacto con una
cosa inefable. Alcanza la vida unitiva. Contempla a Dios y actúa con él.
En
la vida de todos los grandes místicos se suceden las mismas etapas. Debemos
aceptar su experiencia tal corno ellos nos la dan. Sólo los que han vivido por
si mismos la existencia del rezo pueden juzgarla. La persecución de Dos es, en
efecto, empresa absolutamente personal. Gracias a cierta actividad de su
conciencia, el hombre tiende hacia una realidad invisible que reside en el
mundo material y se extiende más allá de él. Osa lanzarse entonces en la más
audaz de las aventuras. Puede considerársele como un héroe o como un loco. Pero
no hay que preguntarse si la experiencia mística es verdadera o falsa, si es
una autosugestión, una alucinación, o bien si representa un viaje del alma
fuera de las dimensiones de nuestro mundo y su contacto con una realidad
superior. Debemos contentarnos con tener de ella un concepto operacional. Es
eficaz en sí misma. Da lo que pide al que la practica. Le aporta el
renunciamiento la paz, la riqueza interior, la fuerza, el amor, Dios. Es tan
real como la inspiración estética. Para el místico, como para el artista, la
belleza que contempla es la sola verdad.
Vl
Las relaciones de las actividades de la conciencia
entre sí. – La inteligencia y el sentido moral.– Los individuos inarmónicos.
Estas
actividades fundamentales no difieren las unas de las otras. Sus límites son
artificiales. Pero estos supuestos límites nos resultan cómodos para la
descripción de las manifestaciones de la conciencia. La actividad humana puede
compararse a una ameba cuyos miembros múltiples y transitorios, los
pseudopodios, están formados con una sustancia única. Es análoga también al
desarrollo de “films” superpuestos que permanecen indescifrables, a
menos de ser separados los unos de los otros. Todo ocurre, como si el substratum corporal
durante el curso de su deslizamiento en el tiempo, mostrase. aspectos
simultáneos de su unidad, aspectos que nuestras técnicas dividen en
fisiológicas y mentales. Bajo su aspecto mental, nuestra actividad modifica sin
cesar su forma, su calidad, su intensidad. Y es este fenómeno esencialmente
sencillo el que describimos como una asociación de funciones diferentes. La
pluralidad de las manifestaciones mentales es sólo la expresión de una
necesidad metodológica. Para describir la conciencia, estamos obligados a
dividirla. Lo mismo que los pseudopodios de la ameba son la ameba misma, los
aspectos de nuestra conciencia somos nosotros mismos y se confunden en nuestra
unidad. La inteligencia es casi inútil al que no posee sino ella. El intelectual
puro es un ser incompleto, desdichado, porque es incapaz de alcanzar lo que
comprende. La capacidad de darse cuenta de las relaciones de las cosas no es
fecunda, sino asociada a otras actividades, tales como el sentido moral; el
sentido afectivo, la voluntad, el juicio, la imaginación y cierta fuerza
orgánica. Sólo puede utilizarse al precio de un esfuerzo. El que desea poseer
la ciencia, se prepara para ello, con el ejercicio de durísimos trabajos y se
somete a una especie de ascetismo. Sin el ejercicio de la voluntad, la
inteligencia permanece, dispersa y estéril, mientras tanto que una vez
disciplinada, se hace capaz de perseguir la verdad. Pero no la logra en su
plenitud, si no la ayuda el sentido moral. Los grandes sabios son siempre de
una honestidad intelectual profunda. Persiguen la realidad, por dónde aquella
los conduce. No procuran jamás, sustituirla con sus propios deseos, ni
ocultarla cuando molesta. El hombre que quiere contemplar la verdad, debe
establecer la calma dentro de sí mismo. Es preciso que su espíritu llegue a ser
como el agua muerta de un lago. Las actividades afectivas, sin embargo, son
indispensables al progreso de la inteligencia, pero deben reducirse a esa
pasión que Pasteur llamaba el dios interior: el entusiasmo. El pensamiento no
se agranda sino en aquellos que son capaces de amor y de odio, y es por ello
que exige además de la ayuda de las otras actividades de la conciencia, las del
cuerpo. Aunque alcance las altas cimas, se ilumina de intuición y de
imaginación creadora, constituyendo para ella una armadura a, la vez moral y
orgánica.
El
desarrollo exclusivo de las actividades afectivas, estéticas o místicas,
produce hombres inferiores, espíritus falsos, estrechos, visionarios. A menudo
observamos tipos tales, aunque hoy día la educación intelectual se les conceda
a todos. No se necesita una alta cultura de la inteligencia para fecundar el
sentido estético y el sentido místico, y producir artistas, poetas, religiosos,
todos aquellos que contemplan, en fin, con desinteresado mirar, los diversos
aspectos de la belleza. Lo mismo ocurre con el juicio y el sentido moral, pero
estas últimas actividades pueden, casi, bastarse a si mismas. Dan al que las
posee la aptitud para la felicidad. Parecen fortificar todas las otras actividades,
aún las orgánicas. Y es preciso tomarlas en cuenta ante todo dentro del
desarrollo de la educación, porque aseguran el equilibrio del individuo.
Constituyen un sólido elemento del edificio social. Para los miembros anónimos
de las grandes naciones, el sentido moral es mucho más importante que la
inteligencia.
La
repartición de las actividades mentales varía mucho, según los diferentes
grupos sociales. La mayor parte de los hombres civilizados no manifiestan sino
una forma rudimentaria de conciencia, y sólo son capaces del trabajo fácil que
en la sociedad moderna asegura la supervivencia del individuo. Producen,
consumen, satisfacen sus apetitos fisiológicos. Sienten asimismo placer en
asistir en grandes muchedumbres a los espectáculos deportivos, en contemplar “films”
cinematográficos groseros y pueriles, en movilizarse rápidamente sin esfuerzo o
en contemplar un objeto que se mueve rápidamente. Son blandos, emotivos,
perversos, lascivos y violentos. No tienen sentido moral ni sentido estético,
ni sentido religioso. Su número es muy considerable. Han engendrado un inmenso
tropel de niños cuya inteligencia permanece rudimentaria. Proveen una parte de
la población de tres millones de criminales que viven en este país [[3]] y con
toda libertad y también de una muchedumbre de débiles de espíritu que colman
con su número las instituciones especiales para ellos.
La
mayoría de los criminales no están en las prisiones. Pertenecen a una clase
superior. Entre ellos, cómo entre los idiotas, han permanecido atrofiadas
ciertas actividades de la conciencia. Pero el criminal nato de Lombroso no
existe. Existen únicamente los defectivos que llegan a ser criminales. En
realidad, la mayor parte de los criminales son hombres normales. Hay algunos,
incluso, cuya inteligencia es superior. Así, pues, los sociólogos, no han
tenido ocasión de encontrarlos en las prisiones. Entre los gangsters,
entre los financistas, cuyas proezas conocemos por la prensa cotidiana, la
función intelectual y ciertas funciones afectivas y estéticas son normales y a
veces superiores. Pero el sentido moral no se ha desarrollado en ellos. Existe,
pues, entre nosotros una cantidad considerable de gentes entre las cuales sólo
algunas de las actividades fundamentales se manifiestan. Esta falta de armonía
del mundo de la conciencia es uno de los fenómenos más característicos de esta
época. Hemos logrado asegurar la salud orgánica de la población de la ciudad
moderna; pero a pesar de las inmensas sumas que se han gastado en la educación,
ha sido imposible desarrollar sus actividades intelectuales y morales. Aun
entre aquellos que constituyen la “élite” de esta población, las
manifestaciones de la conciencia carecen a menudo de armonía y de fuerza. Las
funciones elementales están mal agrupadas, son de mala calidad y de intensidad
débil. Sucede también que una o muchas de entre ellas se mantengan por completo
ausentes. Se puede comparar la conciencia de la mayoría de las personas a un
recipiente que contuviese agua de dudosa calidad, en pequeño volumen y bajo débil
presión. Y sólo la de algunos individuos puede compararse a un receptáculo cuyo
contenido fuese agua pura bajo alta presión.
Los
hombres más felices y más útiles están hechos de un conjunto armonioso de
actividades intelectuales y morales. Es la cualidad de éstas actividades y la
igualdad de su desarrollo, lo que da a este tipo su superioridad sobre los
demás. Pero su intensidad determina el nivel social de un individuo dado y hace
de él un almacenero o un gerente de banco, un médico insignificante o un profesor
célebre, un alcalde de aldea o un Presidente de los Estados Unidos. El
desarrollo completo de los seres humanos debe ser la finalidad de nuestros
esfuerzos. Sólo sobre ellos puede edificarse una civilización sólida. Existe
además una clase de hombres que, aunque tan inarmónicos como los criminales y
los locos, son indispensables en la sociedad moderna: los individuos geniales.
Estos individuos se caracterizan por el desarrollo monstruoso de alguna de sus
actividades psicológicas. Un gran artista, un gran sabio, un gran filósofo, es
por lo general un hombre cualquiera del cual se ha hipertrofiado alguna
función. Puede compararse a un tumor que brotara sobre un organismo normal.
Estos seres no equilibrados son, por lo general, desgraciados. Pero producen
grandes obras de las cuales aprovecha la sociedad entera. Su inarmonía engendra
el progreso de la civilización. La humanidad no ha ganado nada jamás con el
esfuerzo de la muchedumbre. Ha marchado hacia adelante por la pasión de algunos
individuos, por la llama de su inteligencia, por su ideal de caridad, de
ciencia o de belleza.
Vll
Las relaciones de las actividades mentales y
fisiológicas.– La influencia de las glándulas sobre el espíritu.– El hombre
piensa con su cerebro y con todos sus órganos.
Las
actividades mentales dependen evidentemente, de las actividades fisiológicas.
Observamos modificaciones orgánicas que corresponden a la sucesión de nuestros
estados de conciencia. A la inversa, existen fenómenos psicológicos que se
determinan por ciertos estados funcionales de los órganos. En suma, el conjunto
formado por el cuerpo y la conciencia es susceptible de ser modificado lo mismo
por factores orgánicos que por factores mentales. El espíritu se confunde con
el cuerpo como la forma con el mármol de la estatua. No se podría cambiar la
forma sin romper el mármol. Nosotros suponemos que el cerebro es el asiento de
las actividades psicológicas, porque una lesión de este órgano produce
desórdenes inmediatos y profundos en la conciencia. Probablemente al nivel de
la sustancia gris, el espíritu, según la expresión de Bergson, se inserta en la
materia. En el niño, la inteligencia y el cerebro se desarrollan de un modo
simultáneo. En los momentos de la atrofia senil de los centros nerviosos, la
inteligencia disminuye. La presencia, de las espiroquetas de la sífilis, en
torno de las células piramidales, trae consigo el delirio de grandeza. Cuando
el virus de la encefalitis letárgica ataca, los núcleos centrales, determina
profundos trastornos en la personalidad. Bajo la influencia del alcohol, que
penetra por la sangre hasta las células cerebrales, se manifiestan
modificaciones temporales de la actividad mental. El descenso de la presión
arterial, producido por una hemorragia, suprime las actividades de la conciencia.
En suma, las manifestaciones de la vida mental son solidarias del estado del
encéfalo.
Estas
observaciones no bastan para demostrar que el cerebro constituya, por él solo,
el órgano de la conciencia. En efecto, no se compone exclusivamente de materia
nerviosa. Consiste también en un medio en el cual se encuentran sumergidas las
células, y cuya composición se halla reglamentada por la del suero sanguíneo. Y
el suero sanguíneo depende de las secreciones glandulares, extendidas por el
cuerpo entero. Todos los órganos están, pues, presentes en la corteza cerebral,
por intermedio de la sangre y de la linfa. Nuestros estados de conciencia se
encuentran ligados a la constitución química de los humores del cerebro, tanto
como a la estructura de las células. Cuando el medio interior está privado de
la secreción de las glándulas suprarrenales, el enfermo cae en una depresión
profunda. Parece un animal de sangre fría. Los desórdenes funcionales de la
glándula tiroides traen consigo, ya excitación nerviosa y mental o ya apatía.
En las familias en que las lesiones de esta glándula son hereditarias, existen
idiotas morales, débiles de espíritu y criminales. Todos saben hasta qué punto
las enfermedades del hígado, del estómago y del intestino modifican la
personalidad de las gentes. Es verdad que las células de los órganos liberan en
el medio interior sustancias que obran sobre nuestra actividad mental y
espiritual.
De
todas las glándulas, el testículo posee la influencia mayor sobre la fuerza y
la calidad del espíritu. Los grandes poetas, los artistas de genio, los santos,
lo mismo que los conquistadores, son por lo general fuertemente sexuales. La
supresión de las glándulas sexuales, aún en el individuo adulto, produce
modificaciones en su estado mental. Después de la extirpación de los ovarios,
las mujeres se hacen apáticas y pierden parte de su actividad intelectual o de
su sentido moral. La personalidad de los hombres que han sufrido la castración,
se altera de manera más o menos notable. La perversidad histórica de Abelardo
ante el amor y el sacrificio apasionado de Eloísa, fue producida, sin duda, por
la salvaje mutilación que los padres de esta última le hicieron sufrir. Los
grandes artistas han sido, casi siempre, grandes amantes. Se diría que cierto
estado de las glándulas sexuales es indispensable en la inspiración. El amor
estimula el espíritu cuando no alcanza su objeto. Si Beatriz hubiese llegado a
ser la querida del Dante posiblemente la Divina Comedia no
existiría. Los místicos emplean a menudo las expresiones del Cantar de
los cantares. Parece que sus apetitos sexuales insatisfechos les impulsan
con más ardor por el camino del renunciamiento y del dar de si mismos. La mujer
de un obrero puede exigir cada día a su marido el cumplimiento de sus
obligaciones conyugales, pero la de un artista o la de un filósofo no lo logra
a menudo. Es un hecho conocido que los excesos sexuales perturban, en cierto
modo, la actividad intelectual. Se diría que la inteligencia exige para
manifestarse en toda su potencia, a la vez la presencia de glándulas sexuales
bien desarrolladas y la represión temporal del apetito sexual. Freud ha hablado
con justa razón de la importancia capital de los impulsos sexuales en las
actividades de la conciencia. Sin embargo estas observaciones se refieren a los
enfermos. Es preciso no generalizar respecto de estas conclusiones cuando se
trata de gentes normales y, sobre todo, si hemos de referirnos a los que poseen
un sistema nervioso resistente y son perfectamente dueños de sí. En tanto que
los débiles, los nerviosos, los desequilibrados, se tornan más y más anormales
tras la represión forzosa de sus apetitos sexuales, los seres bien constituidos
se tornan más fuertes aún si practican esta clase de ascetismo.
La
estrecha, dependencia de las actividades de la conciencia y de las actividades
fisiológicas, concuerda mal con la concepción clásica que sitúa el alma en el
cerebro. En realidad, el cuerpo entero parece ser el substratum de
las energías mentales y espirituales. El pensamiento es tan hijo de las
glándulas de secreción interna como lo es de la corteza cerebral. La integridad
del organismo es indispensable a las manifestaciones de la conciencia..El
hombre piensa, ama, sufre, admira y ora, a la vez, con su cerebro y con todos
sus órganos.
VlIl
La influencia de las actividades mentales sobre los
órganos.– La vida moderna y la salud.– Los estados místicos y las actividades
nerviosas.– La plegaria.– Las curaciones milagrosas.
Todos
los estados de la conciencia tienen probablemente una expresión orgánica. Las
emociones se acompañan, como todos lo saben de modificaciones de la circulación
de la sangre. Determinan, por intermedio de los nervios vaso-motores, la
dilatación o la contracción de las pequeñas arterias. El placer enrojece el
semblante. La cólera, el miedo, lo empalidecen. En ciertas personas, una mala
noticia puede provocar la contracción de las arterias coronarias, la anemia del
corazón y la muerte súbita. Por el aumento ola disminución de la circulación
local, los estados afectivos obran sobre todas las glándulas, exageran o
detienen sus secreciones o aún modifican sus actividades químicas. La vista y
el deseo de un alimento determinan la salivación. Este fenómeno se produce aún
en ausencia del alimento. Pavlov observa en sus perros provistos de fístulas
salivares que secreción puede ser determinada, no sólo por la vista del
alimento mismo sino aún por el sonido de una campana, si en otras ocasiones
esta campana sonó mientras se alimentaba el animal. Las emociones ponen en
juego mecanismos complejos. Cuando se provoca el sentimiento del miedo en un
gato, como lo hizo Cannon en una célebre experiencia, las glándulas
suprarrenales se dilatan, segregando adrenalina. La adrenalina aumenta la
presión sanguínea y la rapidez de la circulación, y pone todo el organismo en
estado de actividad para el ataque o la defensa. Pero si el gran simpático ha
sido previamente seccionado, el fenómeno no se produce. Por intermedio de este
nervio se modifican las secreciones glandulares.
Se
concibe pues, cómo la envidia, el odio, el miedo, cuando estos sentimientos son
habituales pueden cambios orgánicos y verdaderas enfermedades. Las
preocupaciones afectan profundamente a la salud. Los hombres de negocios, que
no saben defenderse contra ellas, mueren jóvenes. Los viejos clínicos pensaban
aún que los sufrimientos prolongados, la inquietud persistente, preparan el
desarrollo del cáncer. Las emociones determinan en los individuos
particularmente sensibles modificaciones notables en los tejidos y en los
humores. Los cabellos de una mujer belga, condenada a muerte por los alemanes,
emblanquecieron de una manera repentina durante la noche que precedió a la
ejecución. En el curso de un bombardeo, apareció sobre el brazo de otra mujer
una erupción de la piel, una especie de urticaria. Después del estallido de
cada obús la erupción crecía y enrojecía más y más. Joltrain ha probado que un
choque moral es capaz de producir modificaciones marcadas en la sangre. En
individuos que habían experimentado un gran terror, se encontró un número más
pequeño de glóbulos blancos, un descenso de la presión arterial, una
disminución del tiempo de coagulación del plasma sanguíneo. En el estado
físico-químico del suero se produjeron todavía modificaciones más profundas. La
expresión “hacerse mala sangre” es literalmente verdadera. El
pensamiento puede engendrar lesiones orgánicas. La inestabilidad de la vida
moderna, la incesante agitación, la falta de seguridad, crean estados de
conciencia que entrañan desórdenes nerviosos y estructurales del estómago y del
intestino, desnutrición y el paso de los microbios intestinales a la
circulación. La colitis y las infecciones de los riñones y de la vejiga que la
acompañan, son el resultado lejano de desequilibrios mentales y morales. Estas
enfermedades son casi desconocidas en los grupos sociales en que la vida sigue
siendo sencilla o menos agitada, o donde la inquietud es menos constante. Del
mismo modo, aquellos que saben conservar la calma interior en medio del tumulto
de la ciudad moderna, permanecen al abrigo de los desórdenes nerviosos y
viscerales.
Las
actividades fisiológicas deben permanecer inconscientes. Se trastornan cuando
nuestra atención se dirige hacia ellas. Así, pues, el psicoanálisis, al fijar
el espíritu de los enfermos sobre ellos mismos, da por resultado el
desequilibrarles más. Es mejor, para sentirse bien, salir de sí mismo gracias a
un esfuerzo que no disperse la atención. Cuando se ordena la actividad con
relación a un fin preciso, es cuando las funciones orgánicas y mentales se armonizan
más completamente. La unificación de los deseos, la atención del espíritu en
una dirección única, provoca una especie de paz interior. El hombre se
concentra por la meditación como por la acción. Pero no le basta contemplar la
belleza del mar, de las montañas y de las nubes, las obras maestras de los
artistas y de los poetas, las grandes construcciones del pensamiento filosófico
o las fórmulas matemáticas que expresan las leyes naturales. Debe ser un alma
que lucha por alcanzar un ideal moral, que busca la luz en medio de la
oscuridad de las cosas y aún que, recorriendo los caminos de la mística,
renuncia a si misma, para lograr el substratum indivisible de
este mundo.
La
unificación de las actividades de la conciencia determina una armonía mayor de
las funciones viscerales y nerviosas. En los grupos sociales en que el sentido
moral y la inteligencia se desarrollan, simultáneamente las enfermedades de la
nutrición y de los nervios, la criminalidad y la locura son raras. Los
individuos son más felices. Pero cuando éstas se tornan más intensas y más
especializadas, las funciones mentales pueden traer consigo desórdenes en la
salud. Los que persiguen un ideal moral, religioso o científico, no buscan ni
la seguridad fisiológica ni la longevidad. Han hecho el sacrificio de sí
mismos. Parece también que algunos estados de conciencia producen
modificaciones patológicas en el organismo. La mayor parte de los grandes
místicos ha sufrido física y moralmente, a lo menos durante una parte de su
vida. Por lo demás, la contemplación puede ir acompañada de fenómenos nerviosos
que se asemejan a los de la historia y a los de la clarividencia. A menudo, en
la historia de los santos, se lee la descripción de éxtasis, lectura de
pensamientos, visiones de acontecimientos que pasan lejos, y a veces de
levitaciones. Muchos de los grandes místicos cristianos, habrían manifestado
este extraño fenómeno, según el testimonio de sus compañeros. El sujeto,
absorto en su plegaria, totalmente insensible a las cosas del mundo exterior, se
habría levantado dulcemente a varios pies sobre el suelo. Pero hasta el
presente no ha sido posible someter estos hechos extraordinarios a la crítica
científica.
Ciertas
actividades espirituales pueden acompañarse de modificaciones, ya anatómicas,
ya funcionales de los tejidos y de los órganos. Se observan estos fenómenos
orgánicos en las más variadas circunstancias, entre las cuales se encuentra el
estado de plegaria. Es preciso entender por plegaria, no la sencilla recitación
maquinal de una fórmula sino una elevación mística, en que la conciencia se
absorbe en la contemplación del principio inmanente y trascendental del mundo.
Este estado psicológico no es intelectual. Es incomprensible para los filósofos
y los hombres de ciencia, e inaccesible para ellos. Pero se diría que los
simples pueden sentir a Dios con la facilidad con que sienten el calor del sol
o la bondad de un amigo. La plegaria que se acompaña con efectos orgánicos
presenta ciertos caracteres particulares. Primeramente, es desinteresada en absoluto.
El hombre se ofrece a Dios corno la tela al pintor o el mármol al escultor. Al
mismo tiempo le pide gracia, le expone sus necesidades y, sobre todo, las de
sus semejantes. Por lo general, no sana el que ora por sí mismo; sana el que
ora por los demás. Este tipo de plegaria exige, como previa condición, el
renunciamiento de si mismo, o sea una forma, muy elevada del ascetismo. Los
modestos, los ignorantes, los pobres, son más capaces de este abandono que los
ricos y los intelectuales. Desde este punto de vista, la plegaria desencadena a
veces un extraño fenómeno, el milagro.
En
todos los países, en todas las épocas, se ha creído en la existencia de
milagros [[4]], en la, curación más o menos rápida de los enfermos, en los
sitios de peregrinaje, en ciertos santuarios. Pero a continuación del fuerte
impulso de la ciencia, durante el siglo XlX, esta creencia desapareció por
completo. Se admitió en general que el milagro no sólo no existía sino que no
podía existir. Lo mismo que las leyes de la termodinámica hacen imposible el
movimiento perpetuo, las leyes fisiológicas se oponen al milagro. Esta actitud
es todavía la que toman la mayor parte de los fisiólogos y de los médicos. Sin
embargo, no tiene en cuenta las observaciones que poseemos hoy. Los casos más
importantes han sido recogidos por el “Bureau Médical de Lourdes”.
Nuestra concepción actual de la influencia de la plegaria sobre los estados
patológicos se encuentra, basada sobre la observación de los enfermos, que,
casi instantáneamente, han sido curados de diversas afecciones tales como la
tuberculosis ósea o peritoneal, abscesos fríos, heridas supurantes, lupus,
cáncer, etc. El proceso de curación cambia poco de un individuo a otro. A
menudo un gran dolor y en seguida el sentimiento repentino de la curación
completa. En algunos segundos, en algunos minutos y, a lo más en algunas horas,
las heridas se cicatrizan, desaparecen los síntomas generales y el apetito
retorna. A veces, los desórdenes funcionales se desvanecen antes que la lesión
anatómica. Las deformaciones óseas del mal de Pott. Los ganglios cancerosos
persisten a menudo dos o tres días después del momento de la curación. El
milagro se caracteriza sobre todo por una aceleración extrema de los procesos
de reparación orgánica. Es indudable que el ritmo de la cicatrización de las
lesiones anatómicas es mucho más elevado que el ritmo normal. La única
condición indispensable para que el fenómeno acontezca es la plegaria. Pero no
es necesario que el propio enfermo ore, o que sea él quien posea la fe
religiosa. Basta que alguien a su lado se mantenga en estado de plegaria.
Hechos tales son de alta significación. Manifiestan la realidad de ciertas
relaciones, de naturaleza aún, desconocida, entre los procesos psicológicos y
orgánicos. Dan prueba de la importancia objetiva de las actividades
espirituales de las cuales los higienistas, los médicos, los educadores, y los
sociólogos no han pensado en ocuparse jamás. Nos abren un mundo nuevo.
IX
La influencia del medio social sobre la inteligencia,
el sentido estético, el sentido moral y el sentido religioso. – Detención del
desarrollo de la conciencia.
Las
actividades de la conciencia están tan profundamente influidas por el medio
social como lo están por el medio interior de nuestro cuerpo. Del mismo modo
que las actividades fisiológicas, se fortifican por el ejercicio. Impulsados
por las necesidades ordinarias de la vida, los órganos, los huesos y los
músculos, funcionan de manera, incesante. Se desarrollan, pues,
espontáneamente. Pero según la forma de existencia, su desarrollo es más o
menos completo. La conformación orgánica, muscular y esquelética de un guía de
los Alpes, es bastante superior a la de un habitante de Nueva York. Sin
embargo, este último posee actividades fisiológicas suficientes para su
existencia sedentaria. No ocurre lo mismo con las actividades mentales, que no
se desarrollan jamás de manera espontánea. El hijo del sabio no hereda ninguno
de los conocimientos de su padre. Colocado solo en una isla desierta, no sería
superior a nuestros antepasados de “Cro-Magnon”. Las funciones mentales
permanecen virtuales en ausencia de la educación y de un medio en que la
inteligencia, el sentido moral, el sentido estético y el sentido religioso de
nuestros antepasados han dejado su huella. Es el carácter del medio psicológico
quien determina en gran medida el número, la calidad y la intensidad de las
manifestaciones de la conciencia de cada individuo. Si este medio es demasiado
pobre, la inteligencia y el sentido moral no se desarrollan. Si es malo, estas
actividades se tornan viciosas. Estamos sumergidos en un medio social como las
células del cuerpo en el medio interior. Y como aquéllas, somos incapaces de
defendernos de la influencia de lo que nos rodea. El cuerpo se protege mejor
contra el mundo cósmico que la conciencia contra el mundo psicológico. Se
guarda contra las incursiones de los agentes físicos y químicos gracias a la
piel y a la mucosa intestinal. La conciencia, por el contrario, posee fronteras
enteramente abiertas. Está expuesta a todas las incursiones intelectuales y
espirituales del medio social. Siguiendo la naturaleza de esas incursiones, se
desarrolla de manera normal o defectuosa.
La
inteligencia de cada cual depende, en gran parte, de la educación que ha
recibido, del medio en que ha vivido, de su disciplina interior y de las ideas
que son corrientes en la época y en el grupo de que forma parte. Se constituye
por el estudio metódico de las humanidades y de la ciencia, por el hábito de la
lógica en el pensamiento y por el empleo del lenguaje matemático. Los maestros
de escuela, los profesores de la universidad, las bibliotecas, los
laboratorios, los libros, las revistas, bastan al desarrollo del espíritu.
Únicamente los libros son verdaderamente esenciales. Es posible vivir en un
medio social poco inteligente y poseer alta cultura. La formación del espíritu
es, en suma, fácil. No ocurre lo mismo con la formación de las actividades
morales, estéticas y religiosas. La influencia del medio sobre estos aspectos
de la conciencia es mucho más sutil. No basta seguir un curso para llegar a
distinguir el bien del mal, lo feo de lo bello. La moral; el arte y la religión
no se enseñan como la gramática, las matemáticas y la historia. Comprender y
sentir son cosas profundamente diferentes. La enseñanza formal no llega jamás
sino hasta la inteligencia. No se puede coger la significación de la moral, del
arte y de la mística sino en los medios en que estas cosas están presentes y
forman parte de la vida cotidiana de cada uno. Para desarrollarse, la
inteligencia exige solamente ejercicio, mientras que las otras actividades de
la conciencia exigen un medio, un grupo de seres humanos a la existencia de los
cuales tienen que incorporarse.
Nuestra
civilización no ha logrado crear hasta el presente un medio conveniente para
nuestras actividades mentales. El débil valor intelectual y moral de la mayor
parte de los hombres modernos, debe atribuirse, en gran parte, a la
insuficiencia y a la mala composición de su atmósfera psicológica. La primacía
de la materia, el utilitarismo, que constituyen los dogmas de la religión
industrial, han conducido a la supresión de la cultura intelectual, de la moral
y de la belleza, tales como fueron comprendidas antaño por las naciones
cristianas, madres de la ciencia moderna. Al mismo tiempo, los cambios en la
moda de la existencia han traído consigo la disolución de los grupos familiares
y sociales que poseían su individualidad y sus propias tradiciones. La cultura
no se mantiene en parte alguna. La enorme difusión de los periódicos, de la
radiofonía y del cine, ha nivelado las clases intelectuales de la sociedad
hasta el extremo más vasto. La radiofonía especialmente lleva al dominio de
cada cual la vulgaridad que busca la masa. La inteligencia se generaliza más y
más, a pesar de la excelencia de los cursos de los colegios y de las
universidades. Coexiste a menudo con conocimientos científicos avanzados. Los
escolares y los estudiantes amoldan su espíritu a la estupidez de los programas
radiofónicos y cinematográficos a los cuales se habitúan. No sólo el medio
social no favorece el desarrollo de la inteligencia, sino que se opone a él. A
la verdad, se muestra más propicio a la percepción de la belleza. Los más
grandes músicos de Europa están hoy día en América. Los museos más soberbios se
organizan para mostrar sus tesoros al público. El arte industrial se desarrolla
con rapidez y sobre todo la arquitectura ha entrado en un período nuevo.
Monumentos de una belleza grandiosa han transformado el aspecto de las
ciudades. Cada cual puede, si quiere, cultivar, al menos en cierta medida, sus
facultades estéticas.
No
ocurre otro tanto con la sensibilidad moral. El medio social la ignora de la
manera más completa, como que la ha suprimido. Inspira a todo el mundo la
irresponsabilidad. Aquellos que distinguen el bien del mal, aquellos que
trabajan, aquellos que son previsores, permanecen pobres y son considerados
como seres inferiores. A menudo, son castigados severamente. La mujer que tiene
muchos hijos y se ocupa de su educación en lugar de su propia carrera, adquiere
reputación de un ser débil de espíritu. Si un hombre ha economizado un poco de
dinero para su mujer y la educación de sus hijos, este dinero le es robado por
osados financistas. O bien, le es arrebatado por el gobierno para distribuirlo
a aquellos a quienes su imprevisión y la de los industriales, banqueros y
economistas, han reducido a la miseria. Los sabios y los artistas que dan la
prosperidad a todos, la salud y la belleza, viven y mueren pobres. Al mismo
tiempo aquellos que han robado gozan en paz del dinero de los otros. Los “gangsters”
están protegidos por los políticos y son respetados por la policía. Son los
héroes que los niños imitan en sus juegos y admiran en seguida en el
cinematógrafo.
La
posesión de la riqueza es todo, y lo justifica todo. Un hombre rico, haga lo
que haga, repudie a su mujer porque es vieja, abandone a su madre sin socorros,
robe al que le ha confiado su dinero, siempre conserva la consideración de sus
amigos. Florece la homosexualidad, como que la moral sexual ha sido suprimida.
Los psicoanalistas dirigen a los hombres y a las mujeres en sus relaciones
conyugales. El bien y el mal, lo justo y lo injusto no existen. Las prisiones
guardan solamente a aquellos criminales poco inteligentes o mal equilibrados.
Los otros, mucho más numerosos, viven en libertad. Se mezclan de manera íntima
al resto de la población que no se ofusca por ello. En un medio social
semejante, el desarrollo del sentido moral es imposible. Otro tanto ocurre con
el sentido religioso. Los pastores han racionalizarlo la religión, arrancando
de ella todo elemento místico. Sin embargo no han logrado atraer a los hombres
modernos. En sus iglesias semi vacías predican inútilmente una fábula moral. Se
encuentran reducidos al papel de gendarmes que ayudan a conservar, en interés
de los ricos, el marco de la sociedad actual. O bien, a ejemplo de los
políticos, adulan la sentimentalidad y la ininteligencia de las masas.
Es
casi imposible al hombre moderno defenderse contra esta atmósfera psicológica.
Cada cual sufre fatalmente la influencia de las gentes con las cuales vive. Si
se encuentra desde la infancia en compañía de criminales o de ignorantes, se
convierte a sí mismo en criminal o en ignorante. No escapa a su medio sino por
el aislamiento o por la fuga. Ciertos hombres se refugian en si mismos y así
encuentran la soledad en medio de la muchedumbre. “Tú puedes a la hora que
quieres – dijo Marco Aurelio – recogerte en ti mismo. Ningún
retiro es más tranquilo, ni perturbado por hombre alguno que el que se
encuentra, en la propia alma”. Pero hoy día, nadie es capaz de tal energía
moral. Nos es, pues, imposible luchar victoriosamente contra nuestro medio
social.
X
Las enfermedades mentales.– Los débiles de espíritu,
los locos y las criminales.– Nuestra ignorancia de las enfermedades mentales.–
Medio y herencia.– La debilidad de espíritu en los perros.– La vida moderna y
la salud psicológica.
El
espíritu no es tan sólido como el cuerpo. Es cosa digna de observación que las
enfermedades mentales, ellas solas, son más numerosas que todas las otras
enfermedades juntas. Los hospitales destinados a los locos, llenos hasta los
bordes, no pueden recibir a todos los que tienen necesidad de ser internados.
En el Estado de Nueva York, una persona de cada veintidós, en determinado
momento de su vida, debe entrar, según C. W. Beers, en un hospicio de
alienados. En el conjunto de la población de los Estados Unidos, existen ocho
veces más personas internadas por debilidad de espíritu o locura, que por
tuberculosis. Cada año alrededor de 68.000 casos nuevos se admiten en las
instituciones en que se cuida a los locos. Si las admisiones continúan con esta
velocidad, más de un millón de niños y de jóvenes que se encuentran hoy día en
escuelas y colegios serán, en un momento dado, colocados en un hospital para
enfermedades mentales. En 1932, los hospitales dependientes de los Estados
contenían 340.000 locos. Había además 8l.289 idiotas y epilépticos
hospitalizados y 10.95l en libertad. Esta estadística no comprende a los locos
atendidos en hospitales privados. En el conjunto del país hay 500.000 débiles
de espíritu. Por lo demás, las inspecciones hechas por el Comité Nacional de
Higiene Mental, han demostrado que, por lo menos 400.000 niños educados en las
escuelas públicas, poseen una inteligencia excesivamente baja para seguir sus
clases útilmente. En realidad, el número de personas que presentan trastornos
mentales sobrepasa en mucho a esta cifra. Se estima que muchas centenas de
miles de individuos no hospitalizados padecen de psiconeurosis. Estas cifras
demuestran hasta qué punto es grande la fragilidad de la conciencia de los
hombres civilizados y la importancia que posee para la sociedad moderna el
problema de esta fragilidad, siempre en aumento. Las enfermedades del espíritu
se tornan amenazantes. Son bastante más peligrosas que la tuberculosis, el
cáncer, las afecciones del corazón y de los riñones, y aún que el tifus, la
peste y el cólera. Su peligro no proviene sólo de que aumentan el número de
criminales, sino y especialmente, de que deterioran más y más las razas
blancas. No hay mucha mayor cantidad de débiles de espíritu y de locos entre
los criminales que en el resto de la población. Es verdad que se ve gran número
de anormales en las prisiones, pero, como ya lo hemos mencionado, sólo una
cantidad muy débil de los criminales están en prisión. Y aquellos que se dejan
prender por la policía y condenar por los tribunales, son precisamente los
deficientes. La frecuencia de las enfermedades mentales indica gravísima falla
en la civilización moderna. No hay, pues, duda de que la forma de vida que
llevamos conduce a todo género de trastornos del espíritu.
La
medicina moderna no ha logrado asegurar a todos la posesión normal de las
actividades que son verdaderamente específicas del hombre. Está muy lejos de
proteger la inteligencia contra sus desconocidos enemigos. Conoce, claro está,
los síntomas de las enfermedades mentales y los diferentes tipos de la
debilidad del espíritu, pero ignora por completo la naturaleza de estos
desórdenes. No sabe si estas enfermedades son debidas a lesiones estructurales
del cerebro, o a cambios en la composición del medio interior, o a ambas causas
a la vez. Es probable que las actividades nerviosas y psicológicas dependan
simultáneamente del estado del cerebro y de las sustancias liberadas en el
aparato circulatorio por las glándulas endocrinas que la sangre conduce a las
células del encéfalo. Sin duda, los desórdenes funcionales de estas glándulas
pueden, lo mismo que las lesiones anatómicas del cerebro, producir neurosis y
psicosis. Un conocimiento, aunque fuera completo de estos fenómenos, no nos
haría progresar demasiado. La patología del espíritu tiene su llave en la
psicología, lo mismo que la de los órganos tiene la suya en fisiología. Pero la
fisiología es una ciencia mientras que la psicología no lo es. La psicología
espera su Claude Bernard o su Pasteur. Está en el mismo estado en que estaba la
cirugía en la época en que los cirujanos eran barberos, y también en el estado
en que estaba la química untes de Lavoisier, en tiempo de los alquimistas. Ello
no quiere decir que debamos culpar a los psicólogos modernos y a sus métodos
por la insuficiencia de sus conocimientos. Es la extrema complejidad del tema
la que provoca nuestra ignorancia. No existen técnicas que permitan penetrar en
el mundo desconocido de las células nerviosas, de sus fibras de proyección y de
asociación, y de los procesos cerebrales y mentales.
Es
imposible descubrir relaciones exactas entre los síntomas esquizofrénicos, por
ejemplo, y las alteraciones estructurales de la corteza cerebral. Las
esperanzas de Kroepelin no se han realizado. El estudio anatómico de las
enfermedades mentales no ha dado mucha luz sobre su naturaleza. Quizás ni
siquiera existe la localización espacial de los desórdenes del espíritu.
Ciertos síntomas pueden atribuirse a desórdenes de la sucesión temporal de los
fenómenos, a modificación del valor del tiempo por los elementos nerviosos de
un sistema funcional. Sabemos, por otra parte, que las destrucciones celulares,
producidas en ciertas regiones, sea por las espiroquetas de la sífilis, sea por
el agente desconocido de la encefalitis letárgica, engendran modificaciones
sumamente definidas de la personalidad. Este conocimiento es vago, incierto, en
vías de formación. Es indispensable no esperar que sea completo y que la
naturaleza de las enfermedades mentales sea conocida, para desarrollar una
higiene del espíritu verdaderamente efectiva.
El
conocimiento de las causas de las enfermedades mentales sería más importante
que el de su naturaleza. Podría conducir, por sí solo a la prevención de estas
enfermedades. La debilidad de espíritu y la locura, parecen ser el rescate que
debemos pagar por la civilización industrial y los cambios en el modo de vivir,
consecuencia de este mismo. Por lo demás, a menudo forman parte del patrimonio
hereditario recibido por cada cual. Se manifiestan especialmente en los grupos
humanos cuyo sistema nervioso está ya desequilibrado. En las familias
neuróticas, aparecen individuos extraños, excesivamente sensibles, donde suele
despuntar el loco o el de espíritu débil. Sin embargo, las enfermedades
mentales se manifiestan también en las familias que hasta el momento
permanecían indemnes, lo que significa, ciertamente, que existe en la
producción de la locura otros factores que los factores hereditarios. Es
preciso, pues, investigar de qué modo la vida moderna obra sobre la patología
del espíritu.
A menudo
se observa en las generaciones sucesivas de perros de pura raza un aumento del
nerviosismo. A veces, aparecen individuos comparables a los débiles de espíritu
y aún a los locos. Este fenómeno se produce entre los animales educados en
condiciones extremadamente artificiales y alimentados de una manera muy
diferente a la de sus antepasados, los perros pastores que se batían contra los
lobos. Se diría que en las condiciones nuevas de la vida, tanto en el animal
como en el hombre, ciertos factores tienden a modificar el sistema nervioso de
un modo desfavorable. Pero hacen falta experiencias de larga duración, para
obtener un conocimiento preciso del mecanismo de este fenómeno. Las condiciones
que favorecen el desarrollo de la debilidad de espíritu y de la locura
circulatoria, se manifiestan sobre todo en los grupos sociales en que la vida
es inquieta, irregular y agitada, el alimento pobre o excesivamente refinado,
la sífilis frecuente, el sistema nervioso perturbado ya, y de donde ha
desaparecido la disciplina moral, mientras el egoísmo, la irresponsabilidad, la
dispersión, son la regla, en tanto la selección natural no desempeña papel
alguno. Hay, seguramente, alguna relación entre estos factores y la aparición
de la psicosis. Nuestra vida actual presenta un vicio fundamental que aun
permanece oculto. En las condiciones nuevas de existencia que hemos creado, las
más específicas de nuestras actividades se desarrollan de manera incompleta. Se
diría, que en medio de las maravillas de la civilización moderna, la
personalidad humana tiende a disolverse,
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