jueves, 21 de noviembre de 2013

EL TIEMPO INTERIOR


EL TIEMPO INTERIOR

Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de Medicina
I
La duración.– Su medida por el tiempo solar.– La extensión de las cosas en el espacio y el tiempo.--Tiempo matemático. – Concepto operacional del tiempo físico.

 La duración del ser humano, lo mismo que su talla, varía según la unidad que sirve para su medida. Es muy grande, si nos comparamos con las ratas o con las mariposas. Muy pequeña, si tomamos en cuenta la vida de una encina. Insignificante, si nos damos a compararla con la historia de la tierra. La medimos por el movimiento de las agujas de un reloj sobre la superficie de su cuadrante. Le asimilamos al recorrido que efectúan esas agujas con iguales intervalos: los segundos, los minutos, las horas. El tiempo de los relojes está reglamentado según ciertos sucesos rítmicos, tales como la rotación de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Nuestra duración es, pues, evaluada por las unidades del tiempo solar. Comprende más o menos veinticinco mil días. Para el reloj que la mide, la jornada de un niño es igual a la de sus padres. En realidad, representa una parte muy pequeña de su vida futura, y una fracción mucho más importante de la vida de sus padres. Pero constituye también un fragmento insignificante de la existencia pasada del anciano, y un largo período de la vida de un niño de pecho. El valor del tiempo físico cambia, pues, en el espíritu de cada uno dé nosotros, según consideremos al pasado o el futuro.
Nos vemos obligados a medir nuestra duración por los relojes, ya que estamos sumergidos en el continuum físico, y el reloj mide una de las dimensiones de ese continuum. En la superficie de nuestro planeta las dimensiones de las cosas se distinguen por caracteres particulares. La vertical se identifica por la pesantez, las dimensiones horizontales se confunden para nosotros. Pero podríamos diferenciarlas la una de la otra, si nuestro sistema nervioso poseyese una sensibilidad semejante a la de la aguja imantada. En cuanto a la cuarta dimensión, se nos representa con aspecto especial. Es móvil y muy extensa, mientras que las otras tres nos parecen breves e inmóviles. Nos movemos fácilmente por nuestros propios medios en las dos dimensiones horizontales. Para desplazarnos en sentido vertical, tenemos que luchar contra la pesantez. Debemos servirnos entonces de un globo o de un avión. Por último, nos es completamente imposible viajar a lo largo del tiempo. Wells no nos ha entregado los secretos de la construcción de la máquina que permite a uno de sus personajes salir de su habitación por la cuarta dimensión y marchar hacia el futuro. Para el hombre real, el tiempo es muy diferente de las otras dimensiones del continuum. No lo sería para el hombre abstracto que habitase los espacios intersiderales. Pero, aunque diferente al espacio, es inseparable de él y a la superficie de la tierra como al resto del universo, para el biólogo como para el físico.
En la naturaleza, en efecto, siempre se ha observado el tiempo como unido al espacio. Es un aspecto necesario a los seres materiales. Ninguna cosa concreta posee sino tres dimensiones espaciales. Una roca, un árbol, un hombre no pueden ser instantáneos. Ciertamente, somos capaces de constituir en nuestro espíritu seres con tres dimensiones. Pero todos los objetos naturales poseen cuatro. Y el hombre se extiende a la vez en el tiempo y en el espacio. A un observador que viviese mucho más lentamente que nosotros, éste aparecería como una cosa estrecha y alargada, análoga a la estela luminosa de una estrella filante. Sin embargo, posee otro aspecto difícil de definir porque no está comprendido enteramente en el continuum físico. El pensamiento se escapa del tiempo y del espacio. Las funciones morales, estéticas y religiosas no se encuentran allí. Además, sabemos que los clarividentes perciben a larga distancia, cosas ocultas. Algunos de entre ellos ven sucesos que han pasado ya o que pasarán en el futuro. Es digno de observar que sientan el futuro del mismo modo que el pasado. A veces son incapaces de distinguir el uno del otro. Predicen, por ejemplo, para dos épocas diferentes, un mismo acontecimiento, sin poner en duda que la primera visión se refiere al futuro y la segunda al pasado, Se diría que hay una cierta actividad de la conciencia que le permite viajar en el espacio y en el tiempo. La naturaleza varía según los objetos considerados por nuestro espíritu El tiempo que observamos en la naturaleza no tiene existencia propia. Constituye únicamente una manera de ser de las cosas. En cuanto al tiempo matemático, lo creamos con todas sus piezas. Es una abstracción indispensable a la construcción de la ciencia. Resulta como asimilarle a una línea recta en la cual cada punto sucesivo representase un instante. De Galileo acá, esta noción ha sido sustituida por aquella de que nos proveyó la observación directa de la naturaleza. Los filósofos de la edad media consideraban el tiempo como la gente que concreta las abstracciones. Esta concepción se parecía más a la-de Minkowski que a la de Galileo. Para ellos, como para Minkowski, Einstein y los otros físicos modernos, el tiempo es, en la naturaleza, completamente inseparable del espacio. Reduciendo los objetos a sus cualidades primarias, es decir, a lo que se mide y es susceptible de tratamientos matemáticos, Galileo les priva de sus cualidades secundarias y de su duración. Esta simplificación arbitraria ha hecho posible el impulso de la física, pero al mismo tiempo nos ha conducido a una concepción exageradamente esquemática del mundo, y en particular del mundo biológico. Debemos reintegrar en el dominio de lo real la duración, lo mismo que las cualidades secundarias de los seres inanimados y vivientes.
El concepto del tiempo es equivalente a la manera como le medimos en los objetos de nuestro mundo. Entonces aparece como la superposición de aspectos diferentes de una misma identidad, una especie de movimiento intrínseco de las cosas. La tierra da vueltas en torno de su eje, y presenta una superficie, ya clara, ya oscura, sin modificarse, sin embargo. Las montañas, bajo la influencia de la nieve, las lluvias y los rodados, se desploman poco a poco, permaneciendo sin embargo las mismas. Un árbol crece sin cambiar su identidad. El individuo humano conserva su individualidad en el flujo de los procesos orgánicos y mentales que constituyen su vida. Cada ser posee un movimiento interior una sucesión de estados, un ritmo, que le es propio. Este movimiento es el tiempo intrínseco. Se mide tomando en cuenta el movimiento de otro ser. Así es como nosotros medimos la duración nuestra por el tiempo solar. Como nos encontramos fijos sobre la superficie de la tierra, nos es cómodo referir a ella las dimensiones espaciales y la duración de todo lo que allí se encuentra. Apreciamos nuestra estatura con ayuda del metro que es, aproximadamente, la cuarenta millonésima parte del meridiano terrestre. De igual modo evaluamos nuestra dimensión temporal por el movimiento de la tierra. Resulta natural para los seres humanos medir su duración y reglamentar su vida según los intervalos que separan la salida y la puesta del sol. La luna podría representar el mismo papel. En efecto, para los pescadores que habitan las orillas en que las mareas son muy altas, el tiempo lunar es más importante que el tiempo solar. Las modalidades de la existencia, los momentos del sueño y de las comidas, están determinados por el ritmo de las mareas. El tiempo humano se coloca entonces en el cuadro de las variaciones cotidianas del nivel del mar. En suma, el tiempo es un caracter específico de las cosas. Varía según la constitución de cada una de ellas. Los seres humanos han tomado la costumbre de referir su tiempo interior, y el de todos los otros seres, al tiempo señalado por los relojes. Pero nuestro tiempo es tan distinto e independiente de ese tiempo intrínseco, que nuestro cuerpo es, desde el punto de vista espacial, diferente e independiente de la tierra y del sol.

II
Definición del tiempo interior.– Tiempo fisiológico y tiempo psicológico.– La medida del tiempo fisiológico.

La medida del tiempo interior es la expresión de los cambios del cuerpo y de sus actividades durante el curso de la vida. Equivale a la sucesión ininterrumpida de los estados estructurales, humorales, fisiológicos y mentales que constituyen nuestra personalidad. Es una dimensión de nosotros mismos. Sus secciones hechas por nuestro espíritu siguiendo este jefe personal, se muestran tan heterogéneas como las practicadas por los anatomistas que siguen los ejes espaciales. Como dice Wells en la máquina del tiempo, los retratos de un hombre a los ocho años, a los quince años, a los diecisiete anos, a los veintitrés años, y así sucesivamente, son secciones o mejor dicho representaciones con tres dimensiones, de un ser con cuatro dimensiones, que es una cosa fija e inalterable. Las diferencias entre esas secciones expresan los cambios que se producen incesantemente en la constitución del individuo. Estos cambios son orgánicos y mentales. Nos vemos, pues, obligados a dividir el tiempo interior en fisiológico y psicológico.
El tiempo fisiológico es una dimensión fija, hecha, con la serie de todas las modificaciones orgánicas del ser humano, desde su concepción hasta su muerte. Puede ser también considerado como un movimiento, como los estados sucesivos que construyen nuestra cuarta dimensión bajo los ojos del observador. Entre estos estados, los unos son rítmicos y reversibles, tales como las pulsaciones del corazón, las contracciones de los músculos, los movimientos del estómago y del intestino, las secreciones de las glándulas del aparato digestivo y la menstruación. Los otros son progresivos e irreversibles, tales como la pérdida de la elasticidad de la piel, el encanecimiento de los cabellos, el aumento de los glóbulos rojos de la sangre, la, esclerosis de los tejidos y de las arterias. Los movimientos rítmicos y reversibles, se alteran por igual durante el curso de la vida. Sufren ellos también un cambio progresivo e irreversible, y al mismo tiempo la constitución de los humores y de los tejidos se modifica. Es este el movimiento complejo el que constituye el tiempo fisiológico. El otro aspecto del tiempo interior es el tiempo psicológico. Nuestra conciencia registra, no el tiempo físico, sino su propio movimiento; la serie de sus estados, bajo la influencia de estímulos que le vienen del mundo exterior. Como dice Bergson, el tiempo viene a ser el tejido de la vida psicológica. La duración mental no es un instante que reemplaza a otro instante, porque constituye el progreso continuo del pasado. Gracias a la memoria el pasado se acumula sobre el pasado conservándose automáticamente a si mismo. Nos sigue a cada instante enteramente. Sin duda, no pensamos sino con una parte bien pequeña de nuestro pasado, pero, mediante nuestro pasado total, deseamos, queremos, y obramos. Constituimos una historia y la riqueza de ésta expresa la de nuestra vida interior, mucho más que el número de los años vividos. Sentimos oscuramente que hoy no somos idénticos a lo que ayer fuimos. También nos parece que los días pasan cada ves más ligero. Pero ninguno de estos cambios es bastante preciso, ni bastante constante para que podamos medirles. El movimiento intrínseco de nuestra conciencia resulta indefinible. Por otra parte, se diría que no interesa a todas las funciones mentales. Algunas de entre ellas no se modifican por la duración. No se alteran, sino en el momento en que el cerebro sufre los asa]tos de la enfermedad o de la senilidad.
El tiempo interior no puede ser evaluado convenientemente con las unidades del tiempo solar. Le evaluamos en días y en años, porque estas unidades son cómodas y aplicables a la medida de todos los movimientos terrestres, Pero un método tal no nos da indicación alguna sobre el ritmo de los procesos interiores que constituyen el tiempo intrínseco de cada uno de nosotros. Es evidente que la edad cronológica no corresponde a la verdadera edad. La pubertad no se produce en la misma época en los diferentes individuos. Otro tanto acontece con la menopausia. La edad real es un estado orgánico funcional. Debe, pues, ser medida por el ritmo de los cambios de este estado. Y este ritmo varía en los individuos, sean ya de gran longevidad o, por el contrario, sus tejidos y sus órganos se desgasten temprano. El valor del tiempo físico está lejos de ser el mismo para un noruego cuya vida es larga y para un esquimal cuya vida es corta. Para evaluar la edad verdadera, la edad fisiológica, hace falta encontrar, sea en los tejidos, sea en los humores, un fenómeno que se desarrolle de manera progresiva durante toda la extensión de la vida, y que sea susceptible de ser medido.
El hombre se encuentra constituido, en su cuarta dimensión, por una serie de formas que se superponen y se funden las unas en las otras. Es huevo, embrión, niño, adolescente, adulto, hombre maduro y anciano. Estos aspectos morfológicos son la expresión de ciertos estados estructurales, químicos y psicológicos. La mayor parte de estas variaciones de estado no pueden ser medidas. Cuando lo son, no expresan sino un momento de los cambios progresivos cuyo conjunto constituye el individuo. La medida del tiempo fisiológico debe ser equivalente a la de nuestra cuarta dimensión en toda su longitud. La lentitud progresiva del crecimiento durante la infancia y la juventud, los fenómenos de la pubertad y de la menopausia, la disminución del metabolismo basal, el encanecimiento de los cabellos, las ajaduras en la piel, etc., señalan las etapas de la duración. La actividad del crecimiento de los tejidos, disminuye también con la edad. Se puede medir esta actividad en los fragmentos de los tejidos extirpados de los cuerpos y cultivados dentro de frascos adecuados. Pero nos da reseñas escasas sobre la edad del organismo propio. Ciertos tejidos, en efecto, envejecen mas rápidamente que los otros. Y cada órgano se modifica según su ritmo propio, que no es, por supuesto, el del conjunto.
Existen, sin embargo, fenómenos que expresan un cambio general del organismo. Por ejemplo, la importancia de la cicatrización de una herida cutánea varía de manera continua en función con la edad del paciente. Se sabe que la marcha de la reparación puede ser calculada por dos ecuaciones establecidas por Du Noüy. La primera ecuación arroja un coeficiente llamado índice de cicatrización, que depende de la superficie y de la edad de la herida. Sometiendo este índice a una segunda ecuación, se puede, por medio de dos medidas hechas con intervalos de algunos días, predecir la marcha futura de la cicatrización. Este índice es tanto más grande cuanto la herida es más pequeña y el hombre más joven. Sirviéndose de este índice Du Noüy ha establecido una constante que expresa la actividad regeneradora característica de una edad dada. Esta constante es igual al producto del índice por la raíz cuadrada de la superficie de la herida. La curva de sus variaciones demuestra que la cicatrización es dos veces más rápida a los veinte años que a los cuarenta.
Con ayuda de estas ecuaciones, se puede deducir por la tasa de la reparación de una llaga, la edad del paciente. Por medio de este modo ha sido medida por primera vez la edad fisiológica. De los diez a los cuarenta y cinco años, más o menos, los resultados son extremadamente claros. Al fin de la edad madura, y durante la vejez, las variaciones del índice de cicatrización se tornan excesivamente débiles para poseer algún significado. Como este procedimiento exige la presencia de una llaga, no puede utilizarse para la medida de la edad fisiológica.
Sólo el plasma sanguíneo manifiesta durante toda la duración de la vida fenómenos característicos del envejecimiento del cuerpo entero. Contiene, en efecto, las secreciones de todos los órganos. Como forma con los tejidos un sistema cerrado, sus modificaciones repercuten necesariamente sobre los tejidos y viceversa. Padece durante el curso de la vida cambios continuos. Estos cambios han sido descubiertos a la vez por el análisis químico y por reacciones fisiológicas. El plasma, o el suero de un animal que envejece, modifica poco a poco su efecto sobre el crecimiento de las colonias celulares. La relación de la superficie de una colonia que vive en el suero a la de una colonia idéntica que vive en una solución salada, se llama índice del crecimiento. Este índice se torna tanto más pequeño cuanto más viejo es el animal al cual el suero pertenece. Gracias a esta disminución progresiva, el ritmo del tiempo fisiológico ha podido medirse. Durante los primeros días de la vida, el suero no retarda mayormente el crecimiento de las colonias celulares como lo retarda la solución salada. En este momento, el valor del índice se acerca a la unidad y en seguida, a medida que el animal envejece, el suero disminuye más y más la multiplicación celular. Y el valor del índice se torna más pequeño progresivamente. Es generalmente nulo durante los últimos años de la vida.
Ciertamente, este procedimiento es aún bastante grosero. Arroja informaciones suficientemente precisas sobre la marcha del tiempo fisiológico en los comienzos de la vida, mientras el periodo en que la vejez es muy rápida. Pero, durante la vejez, no indica suficientemente los cambios de la edad. Sin embargo, ha permitido dividir la vida de un perro en diez unidades de tiempo fisiológico. La duración de este animal puede ser evaluada por medio de estas unidades en lugar de ser medida por los años. Es pues, posible, comparar el tiempo fisiológico al tiempo solar, y sus ritmos aparecen como muy diferentes. La curva que representa la disminución del valor del índice en función de la edad cronológica, baja de manera abrupta durante el primer año. Después, su inclinación disminuye más y más durante los años segundo y tercero. Cuando apunta la edad madura, tiene tendencias a convertirse en horizontal. En el curso de la vejez, es horizontal absolutamente. Esta curva enseña que el envejecimiento es mucho más rápido al comienzo de la vida que a su fin. El primer año contiene más unidades de tiempo fisiológico que aquellos que lo siguen. Cuando se expresan la infancia y la vejez en años siderales, la infancia es muy corta, y la vejez muy larga. Por el contrario, medidas ambas en unidades de tiempos fisiológicos, la infancia es muy larga y la vejez muy corta.

III
Los caracteres del tiempo fisiológico.– Su irregularidad,– Su. Irreversibilidad.

Sabemos que el tiempo fisiológico es totalmente diferente, al tiempo físico. Si todos los relojes acelerarían o retardarían su marcha, y si la rotación de la tierra cambiase también su ritmo, nuestra duración permanecería siendo la misma. Pero nosotros creeríamos que aumenta o que disminuye. Sabríamos que se habría producido un cambio en el tiempo solar. Mientras que el tiempo físico nos arrastra, nos movemos también al ritmo de loe procesos interiores que constituyen el tiempo fisiológico. No somos únicamente granos de polvo que flotan sobre la superficie de un río. Somos gotas de aceite que, transportados por la corriente, se expanden sobre la superficie del agua con su movimiento propio. El tiempo físico nos es extraño, mientras que el movimiento interior está en nosotros mismos. Nuestro presente no cae en la nada como el presente de un péndulo. Se inscribe a la vez en la conciencia, en los tejidos y en la sangre. Guardamos con nosotros la huella orgánica, humoral y psicológica de todos los acontecimientos de nuestra vida. Somos el resultado de una historia, como las tierras de Europa, que tienen sobre ella campos cultivados, casas modernas, castillos feudales, catedrales góticas. Nuestra personalidad se enriquece con la experiencia nueva de cada uno de nuestros órganos, de nuestros humores y de nuestra conciencia. Cada pensamiento, cada acción, cada enfermedad, tiene para nosotros consecuencias definitivas, ya que no nos separamos jamás del pasado. Podemos curar completamente de una enfermedad o de una mala acción, pero su huella la conservamos siempre.
El tiempo solar corre con un ritmo uniforme. Está hecho de iguales intervalos. Su marcha no se modifica jamás. El tiempo fisiológico, por el contrario, cambia de un individuo a otro. Es más lento en las razas donde la longevidad es grande; más corto, en aquellas donde la existencia es más breve. Varía también en un mismo individuo en las diferentes etapas de su vida. Un año contiene muchos más acontecimientos fisiológicos y mentales durante la infancia que durante la ancianidad. El ritmo de esos acontecimientos decrece rápidamente primero y lentamente después. El número de unidades de tiempo fisiológico contenidas en un año solar, se torna más y más pequeño. En suma, el cuerpo es un conjunto de procesos orgánicos que se mueven s un ritmo rápido durante la infancia, y más y más lento durante la edad madura y la vejez. Ahora bien, es en los momentos en que la tasa de nuestra duración, se hace más pequeña, cuando adquiere el pensamiento la forma más elevada de su actividad.
El tiempo fisiológico está lejos de tener la precisión de un reloj. Los procesos orgánicos sufren ciertas fluctuaciones. El ritmo de nuestra duración no es constante. La curva que expresa su lentitud progresiva en el curso de la vida es irregular. Estas irregularidades que se producen en el encadenamiento de los procesos psicológicos, rigen nuestro tiempo. En ciertos momentos de la vida, el progreso de la edad parece detenerse. En otros, se acelera. Hay también fases en que el espíritu se concentra y crece; otras, en que se dispersa, envejece y degenera. El tiempo fisiológico y la marcha de los procesos orgánicos y psicológicos no tienen de manera alguna la regularidad del tiempo solar. El rejuvenecimiento aparente es, en general, producido por un acontecimiento dichoso, por un equilibrio mejor de las funciones fisiológicas y psicológicas. Quizás los estados de bienestar mental y orgánico vayan acompañados de modificaciones de los humores característicos de un rejuvenecimiento real. Las preocupaciones, los sufrimientos, las enfermedades degenerativas, las infecciones, aceleran la decadencia orgánica. Pueden determinarse en un perro las apariencias de un rápido envejecimiento inyectándole pus estéril. El animal enflaquece, se torna triste y fatigado. Al mismo tiempo su sangre y sus tejidos presentan reacciones fisiológicas análogas a las de la vejez. Pero estos fenómenos son reversibles y el ritmo normal se restablece más tarde. El aspecto de un anciano cambia poco de un año a otro. En ausencia de la enfermedad, el envejecimiento es un proceso muy lento. Cuando se vuelve rápido, es preciso suponer la intervención de otros factores que los factores fisiológicos. En general son las preocupaciones, los sufrimientos o las sustancias producidas por una infección cualquiera, por un órgano en vías de degeneración, por un cáncer, los que son responsables de este fenómeno. La aceleración de la senectud indica siempre una lesión orgánica o moral en el cuerpo que envejece.
Como el tiempo físico, el tiempo fisiológico es irreversible. En realidad, posee la misma irreversibilidad que los procesos funcionales de que está constituido. Entre los animales superiores, jamás cambia de sentido. Pero se suspende de manera parcial entre los mamíferos que invernan, y se detiene completamente entre los rotíferos disecados. Se acelera en los animales de sangre fría si la temperatura ambiente se levanta. Cuando Loeb mantenía moscas en una temperatura anormalmente alta, estas moscas envejecían más rápidamente y morían más jóvenes. De igual modo, el tiempo fisiológico cambia para un lagarto si la temperatura ambiente sobrepasa los 20 a los 40 grados. En este animal, el índice de cicatrización de una llaga cutánea se hace más grande, cuando la temperatura ambiente es alta, y más pequeña cuando ésta es baja. No es posible producir en el hombre modificaciones tan profundas de los tejidos, sirviéndose de procedimientos tan sencillos. Para acelerar o disminuir el ritmo del tiempo fisiológico, será necesario intervenir en el encadenamiento de los procesos fundamentales. Pero es imposible retardar la marcha de la edad o derribar su dirección, sin conocer la naturaleza de los mecanismos que son el substratum de nuestra duración.

IV
El substratum del tiempo fisiológico.– Cambios sufridos por las células vivas en un medio limitado.– Las alteraciones progresivas de los tejidos y del medio interior.

La duración fisiológica debe su existencia y sus caracteres a un cierto modo de organización de la materia animada. Hace su aparición desde el momento en que una porción del espacio que contiene células vivas, se aísla relativamente del resto del mundo. En todo nivel de la organización, tejido u órgano, o en el cuerpo de un hombre, el tiempo fisiológico depende de las modificaciones del medio producidas por la nutrición celular o por cambios experimentados por las células bajo la influencia de estas modificaciones del medio. Comienza por manifestarse en una colonia de células tan pronto como los residuos de su nutrición permanecen en torno de ellas y alteran, en consecuencia, el medio local. El sistema más sencillo para observar el fenómeno del envejecimiento, se compone de un grupo de células de tejidos cultivadas en un medio nutritivo débil. Con tal sistema, el medio se modifica progresivamente bajo la influencia de los productos de la nutrición y modifica a su vez a las células: entonces sobrevienen la vejez y la muerte. El ritmo del tiempo fisiológico depende de las relaciones entre los tejidos y su medio. Varía según el volumen, la actividad metabólica y la naturaleza de la colonia celular, y según la cantidad y la composición química de los medios líquidos y gaseosos. La técnica empleada en la preparación de un cultivo determina los caracteres de la duración de este cultivo. Por ejemplo, un fragmento de corazón no tiene el mismo destino si se alimenta de una sola gota de plasma en la atmósfera limitada de una lámina cóncava, que si se le sumerge dentro de un frasco que contenga gran cantidad de líquidos nutritivos y aire. La rapidez de la acumulación de los productos de la nutrición en el medio y su naturaleza, son los que determinan los caracteres del tiempo fisiológico. Si la composición del medio es mantenida constantemente igual, las colonias celulares permanecen indefinidamente en el mismo estado de actividad. Registran el tiempo por medio de modificaciones cuantitativas y no cualitativas. Si se vigila que su volumen no aumente, no envejecen jamás. Las colonias que provienen de un fragmento de corazón extirpado a un embrión de pollo en el mes de Enero de 1912, se multiplican tan activamente hoy como hace veintitrés años. [[5]]
En realidad, son inmortales. En el cuerpo, las relaciones de sus tejidos y de su medio, son incomparablemente más complejas que en el sistema artificial representado por un cultivo de tejidos. Aunque la linfa y la sangre que constituyen el medio interior están modificándose continuamente por los residuos de la nutrición celular, su composición se mantiene constante por efecto de los pulmones, los riñones, el hígado, etc. A pesar de estos mecanismos reguladores, se producen cambios muy lentos en el estado de los humores y los tejidos. Estos revelan por medio de las modificaciones del índice de crecimiento del plasma, y de la constante que expresa la actividad reguladora de la piel. Responden a estados sucesivos de la constitución química de los humores. En el suero sanguíneo, las proteínas se hacen más abundantes y sus caracteres se modifican. Son especialmente las grasas las que dan al suero la propiedad de obrar sobre ciertas células disminuyendo la rapidez de su multiplicación. Estas grasas aumentan en cantidad y cambian de naturaleza durante el curso de la vida. Las modificaciones de las grasas y de las proteínas no son el resultado de una acumulación progresiva, de una especie de retención de esas sustancias en el medio interior. Si después de haber extraído a un perro la mayor parte de su sangre, se separa el plasma de los glóbulos, y si se le reemplaza por una solución salada, resulta sencillo reinyectar al animal sus glóbulos sanguíneos desembarazados así de las proteínas y de las materias grasas. Se observa, entonces, que esas substancias se regeneran por medio de los tejidos en menos de dos semanas. El estado del plasma es debido, pues, no a una acumulación de sustancias nocivas, sino a un cierto estado de los tejidos, y este estado es específico de cada edad. Si se extrae el suero en varias ocasiones, se reproduce cada vez con los caracteres que corresponden a la edad del animal. El estado de la sangre durante la vejez se determina por sustancias de las cuales los órganos son un receptáculo en apariencia inagotable.
Los tejidos se modifican poco a poco durante el curso de la vida; pierden mucho líquido; se atosigan de elementos no vivos; de fibras conjuntivas que no son ni elásticas ni extensibles y, por ello los órganos adquieren más rigidez. Las arterias se endurecen, la circulación es menos activa, y por último, se producen en las glándulas modificaciones profundas. Los tejidos nobles pierden poco a poco su actividad. Su regeneración se torna más lenta o no se hace, pero esos cambios se producen más o menos rápidamente, según los órganos. Sin que sepamos la razón exactamente, algunos órganos envejecen más rápidamente que los otros. Esta vejez local afecta a veces a las arterias, otras al corazón, otras al cerebro, otras al riñón, etc. La senilidad prematura de un sistema de tejidos puede acarrear la muerte en un individuo todavía joven. La longevidad es tanto mayor cuanto los elementos del cuerpo envejecen de manera más uniforme. Si los músculos permanecen activos cuando el corazón y los vasos están ya gastados, éstos se convierten en un peligro para el individuo. Los órganos anormalmente vigorosos en un cuerpo viejo resultan casi tan perjudiciales como los prematuramente seniles en un cuerpo joven. Ya se trate de las glándulas sexuales, del aparato digestivo o de los músculos, el viejo soporta mal el funcionamiento relativamente exagerado de un sistema anatómico. El valor del tiempo no es el mismo para todos los tejidos. El heterocronismo de los órganos abrevia la duración de la vida. Si se impone e una parte del cuerpo un trabajo exagerado, aún en individuos cuyos tejidos son isócronos, el envejecimiento se acelera también. Todo órgano sometido a una actividad demasiado grande, a influencias tóxicas, a estímulos anormales, se gasta más ligero que los otros.
Sabemos que el tiempo fisiológico, lo mismo que el tiempo físico, no constituye una entidad. El tiempo físico depende de la constitución de los relojes y de la del sistema solar; el tiempo fisiológico, de la de los tejidos y de los humores de nuestro cuerpo y de sus relaciones recíprocas. Los caracteres de la duración son de los procesos estructurales y funcionales que son específicos de un cierto tipo de organización. Nuestra longevidad se determina, sin duda, por los mecanismos que nos hacen independientes del medio cósmico y nos dan nuestra, movilidad espacial y por la pequeñez del volumen de la sangre comparado al de los órganos, además por la actividad de los aparatos que purifican el medio interior, es decir, el corazón, los pulmones y los riñones. Sin embargo, esos aparatos no alcanzan a impedir las modificaciones progresivas de los humores y de los tejidos. Quizás estos últimos no están suficientemente desembarazados por la circulación sanguínea de sus residuos. Probablemente su nutrición sea insuficiente. Si el volumen del medio interior fuese más considerable, la eliminación de los productos de la nutrición más completa, es de creer que la vida humana sería más larga, pero nuestro cuerpo sería entonces mayor, más blando, menos compacto. Tal vez se parecería a los gigantescos animales prehistóricos y no tendría ciertamente la agilidad, la rapidez y la destreza que poseemos hoy día.
El tiempo psicológico no es sino un aspecto de nosotros mismos. Su naturaleza, nos es desconocida, como la de la memoria. La memoria es quien nos da el sentido del paso del tiempo. Sin embargo, la duración psicológica está formada por otros elementos. Ciertamente nuestra personalidad está construida por nuestros recuerdos, pero procede también del sello sobre todo nuestros órganos de los acontecimientos físicos, químicos, fisiológicos y psicológicos de nuestra vida. Si nos recogemos en nosotros mismos, sentimos vagamente el paso de nuestra duración. Somos capaces de evaluar esta duración de manera groseramente aproximada en términos físicos. Tenemos el sentimiento del tiempo, del mismo modo, quizás, que los elementos musculares o nerviosos. Los diferentes grupos celulares registran, cada uno a su manera, el tiempo físico. El valor del tiempo para las células de los nervios y de los músculos, se expresa como se sabe en unidades llamadas cronaxias. La influencia nerviosa se propaga entre los elementos que poseen la misma cronaxia. El isocronismo y el heterocronismo de las células, tienen un papel capital en sus funciones. Quizás esta apreciación del tiempo por los tejidos llegue hasta el umbral de la conciencia. A ella deberíamos la impresión indefinible de algo que resbala silenciosamente en el fondo de nosotros, y en la superficie de la cual flotan nuestros estados de conciencia como los círculos de luz de un proyector eléctrico sobre el agua de una corriente oscura. Sabemos que cambiamos constantemente; que no somos idénticos a lo que éramos en otros tiempos, y sin embargo, somos el mismo ser. La distancia a que nos sentimos hoy del niño que antaño fue uno de nosotros, es precisamente esta dimensión de nuestro organismo y de nuestra conciencia que asimilamos a una dimensión espacial. De esta forma, del tiempo interior no sabemos nada aparte de que es a la vez dependiente o independiente del ritmo de la vida orgánica, y que se mueve más y más ligero a medida que envejecemos.

V
La longevidad. – Es posible aumentar la duración de la vida, pero ¿vale la pena lograrlo?

El mayor deseo de los hombres es la juventud eterna. Desde Merlin hasta Cagliostro, Brown-Séquard y Voronoff, charlatanes y sabios han perseguido el mismo ensueño y sufrido la misma desilusión. Nadie ha descubierto el secreto supremo. Sin embargo, tenemos de él una necesidad y más y más imperiosa. La civilización científica nos ha cerrado totalmente casi el mundo del espíritu, vale decir, del alma. Sólo nos queda el de la, materia. Debemos, pues, conservar intacto el vigor de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia. Únicamente la fuerza de la juventud permite la plena satisfacción de los apetitos y la conquista del mundo exterior y por tanto, resulta indispensable al que quiere vivir dichoso en la vida moderna. Hemos realizado, en cierta medida, el sueño ancestral desde el momento en que conservamos ahora más largo tiempo la actividad de la juventud. Pero no hemos logrado aumentar la duración de nuestra vida. Un hombre de cuarenta y cinco años no tiene más esperanzas hoy día de alcanzar los ochenta que en el pasado siglo. Aun es probable que la longevidad disminuya, aunque la duración media de la vida sea mayor.
Esta impotencia de la higiene y de la medicina constituye un hecho extraño. Ni los progresos realizados en la calefacción, en la ventilación y el alumbrado de las casas; ni la higiene alimenticia, ni las salas de baño, ni los deportes, ni los exámenes médicos periódicos, ni la multiplicación de los especialistas, han logrado añadir un día a la duración máxima de la existencia humana. ¿Debemos suponer que los higienistas y los médicos fisiólogos se han equivocado en la organización de la vida del individuo, como los políticos, los economistas y los financistas en la vida de las naciones? Después de todo, es posible que el confort moderno y el género de vida adoptado por la Ciudad Nueva violen ciertas leyes naturales. Sin embargo, se ha producido en el aspecto de los hombres y de las mujeres, un cambio pronunciado. Gracias a la higiene, al hábito de los deportes, a ciertas restricciones alimenticias, a los salones de belleza, a la actividad superficial engendrada por el teléfono y el automóvil, todos conservan un aspecto más alerta y más vivo. A los cincuenta años, las mujeres continúan siendo jóvenes. Pero el progreso moderno nos ha dado al mismo tiempo que oro, mucha moneda falsa. Cuando los rostros renovados y tersos por el arte del cirujano se desploman; cuando los masajes no son suficientes para reprimir la invasión de la grasas, las que guardaron tanto tiempo la apariencia de la juventud se vuelven peores que lo que fueron, a la misma edad, sus abuelas. Los pseudo jóvenes que juegan tenis y bailan como si tuvieran veinte años; los que se desembarazan de su mujer ya vieja para casarse con una muchacha, están expuestos al reblandecimiento cerebral, a las enfermedades del corazón y de los riñones. A veces también mueren de manera brusca en su cama, en su oficina, en la cancha de golf, .a una edad en que sus antepasados conducían aún la carreta, o dirigían con mano firme sus negocios. Ignoramos la causa de estas fallas de la vida moderna. Sin duda, los médicos y los higienistas sólo tienen una pequeña parte de esta responsabilidad. Probablemente son los excesos de todo género, la inseguridad económica, la multiplicidad de las ocupaciones, la ausencia de disciplina moral, las preocupaciones, quienes determinan el deterioro anticipado de los individuos.
Sólo el análisis de los mecanismos de la duración fisiológica podría conducimos a la solución del problema de la longevidad. En la actualidad no es bastante completa para que pueda ser utilizada. No nos queda sino buscar de una manera únicamente empírica, si la vida humana, es susceptible de ser aumentada o no. La presencia de algunos centenarios en cada país, es una prueba de que nuestras potencialidades temporales pueden aumentarse. Por lo demás, hasta el presente, jamás se ha logrado una enseñanza útil de la observación de estos centenarios. Sin embargo, es evidente que la longevidad es hereditaria y que depende también de las condiciones del desarrollo. Cuando los descendientes de familias cuya vida es larga vienen a vivir en las grandes ciudades, pierden, en una o dos generaciones, la capacidad de llegar a viejos. El estudio de animales de raza pura y de bien conocida constitución hereditaria, puede indicarnos en qué medida influye el medio en la longevidad. En ciertas razas de ratas cruzadas entre hermanos y hermanas durante muchas generaciones, la duración de la vida varía poco de un individuo a otro. Pero si se modifican ciertas condiciones del medio, por ejemplo la habitación, colocando a los animales en semilibertad en lugar de guardarlos en jaulas, permitiéndoles excavar terreno y retornar a la existencia primitiva, ésta se hace más corta. Tan extraño fenómeno se debe principalmente a las batallas incesantes que se libran entre los animales. Si sin variar su modo de vida, se suprime en ellos ciertos elementos de su alimentación, la longevidad disminuye igualmente. Por el contrario, aumenta de manera notable, cuando en lugar de modificar la habitación, la calidad y la cantidad del alimento, se somete a los animales a dos días de ayuno por semana. Es, pues, evidente, que estos cambios sencillos son susceptibles de modificar la duración de la vida. Debemos, pues, llegar a la conclusión de que la longevidad de los seres humanos podría ser aumentada por el empleo de procedimientos análogos.
Es preciso no ceder a la tentación de servirnos ciegamente para este fin de los medios que pone la higiene moderna a nuestra disposición. La longevidad sola es deseable si se prolonga con ella la juventud, no la vejez. Pero de hecho, la duración de la vejez crece más que la de la juventud. Durante el período en que el individuo se hace incapaz de subvenir a sus necesidades, se convierte en una carga para los demás. Si todo el mundo viviese hasta los noventa años, el peso de esta muchedumbre de viejos será intolerable para el resto de la población. Antes de prolongar la vida de los hombres, es preciso encontrar el medio de prolongar hasta el fin sus actividades físicas y mentales. Ante todo, no debemos aumentar el número de enfermos, de paralíticos, de débiles, de dementes. Y aun, si se pudiese conservar la salud hasta la propia víspera de !a muerte, no sería conveniente conceder a todos una gran longevidad. Ya hemos estudiado los inconvenientes del número de individuos cuando no se pone atención alguna a su calidad. ¿Para qué aumentar la duración de la vida de las gentes cuando son desgraciadas, egoístas, estúpidas e inútiles? Es la calidad de los seres humanos la que importa y no su cantidad. No hay que procurar que aumente el número de centenarios, antes de haber descubierto el medio de prevenir la degeneración intelectual y moral y las enfermedades lentas de la decrepitud.

VI
El rejuvenecimiento artificial.– Las tentativas de rejuvenecimiento.– ¿Es posible rejuvenecer?

Sería más útil encontrar un método para rejuvenecer a los individuos cuyas cualidades fisiológicas y mentales justificaran semejante medida. Se puede concebir el rejuvenecimiento como una reversión total del tiempo interior. El sujeto sería arrastrado por medio de una operación hacia un período anterior de su vida. Se le amputaría, pues, cierta parte de su cuarta dimensión. Desde el punto de vista práctico, es preciso tomar en cuenta el rejuvenecimiento en un sentido más restringido y considerarle como una reversión parcial de la duración psicológica. La dirección del tiempo psicológico no cambiaría. Persistiría la memoria y sólo el cuerpo sería rejuvenecido. El sujeta podría, por medio de órganos que se tornarían vigorosos nuevamente, utilizar la experiencia de una larga vida. En las tentativas hechas por Steinach, Voronoff y otros, se ha dado el nombre de rejuvenecimiento a una mejora del estado general, a un sentimiento de fuerza y elasticidad, a un nuevo despertar de las funciones genéticas, etc. Pero el mejor aspecto que presente un anciano después del tratamiento no indica que haya rejuvenecido. El estudio de la constitución química del suero, solo y de sus reacciones funcionales, puede denunciar un cambio en la edad fisiológica. Un aumento permanente del índice del aumento del suero probaría la realidad del resultado obtenido. En suma, el rejuvenecimiento es equivalente a ciertas modificaciones fisiológicas y químicas que se pueden medir en el plasma sanguíneo. Sin embargo, la ausencia de estos signos no indica necesariamente que la edad del sujeto no haya disminuido. Nuestras técnicas son todavía groseras. No pueden revelar en un viejo una reversión del tiempo fisiológico que corresponda a menos de muchos años. Si se rejuveneciese a un perro viejo sólo en un año, no encontraríamos en sus humores la prueba de este resultado.
Entre las antiguas teorías médicas, se encuentra aquella de la propiedad que tiene la sangre joven de comunicar su juventud a un cuerpo decrépito y gastado. El Papa Inocencio VIII se hizo hacer la transfusión de sangre utilizando para ello a tres individuos jóvenes, pero murió en seguida de efectuada esta operación. Probablemente la muerte la ocasionó la técnica misma de la transfusión. Sin embargo, la idea merece ser tomada en cuenta. Es probable que la sangre joven introducida en el organismo de un anciano, produzca modificaciones favorables, y resulta extraño que esta operación no haya sido tentada nuevamente. Quizás este olvido se debe a que la medicina se rige por la moneda. Hoy por hoy, son las glándulas endocrinas quienes tienen la confianza de los médicos. Después de haberse inyectado a si mismo un extracto de testículo fresco, Brown-Séquard se creyó rejuvenecido. Este descubrimiento tuvo inmensa resonancia. Brown-Séquard, sin embargo, murió poco después. Pero la creencia en los testículos como agentes de rejuvenecimiento sobrevivió. Steinach procuró demostrar que podía estimularse esta glándula por medio de la ligadura de su canal deferente, determinando así su reactivación. Practicó esta operación en muchos ancianos. Los resultados fueron dudosos. La idea de Brown-Séquard fue cogida de nuevo y extendida por Voronoff. Este, en lugar de inyectar sólo un extracto testicular, inyectó a viejos o a hombres prematuramente envejecidos, testículos de chimpancés. Es incontestable que la operación fue seguida a veces de una mejoría del estado general y de las funciones sexuales del paciente. Por cierto, un testículo de chimpancé no puede vivir largo tiempo en el organismo de un hombre. Pero mientras degenera, entrega quizás a la circulación substancias que estimulan las glándulas sexuales y las otras glándulas endocrinas del enfermo. Estas operaciones no dan jamás resultados durables. Ya sabemos que la vejez no se debe a la detención o paralización de una sola glándula, sino a ciertas modificaciones de todos los tejidos y de todos los humores. La pérdida de la actividad de las glándulas sexuales no es la causa de la vejez, sino una de sus consecuencias. Es probable que ni Steinach ni Voronoff observasen jamás rejuvenecimientos verdaderos. Pero su carencia de éxito hasta el presente no significa de manera alguna que el rejuvenecimiento sea imposible de obtener.
Es plausible que la reversión parcial del tiempo fisiológico se torne realizable. Se sabe que nuestra duración está hecha de procesos estructurales y funcionales. La verdadera edad depende de un movimiento progresivo de los tejidos y de los humores. Tejidos y humores son solidarios los unos de los otros. Si se reemplazasen la sangre y las glándulas de un anciano por las glándulas de un niño muerto al nacer, y por la sangre de un joven, quizás el anciano rejuvenecería. Pero sería necesario vencer multitud de dificultades técnicas antes de que tal operación fuera posible. Ignoramos la manera de elegir órganos apropiados de un individuo dado. No existe aún procedimiento que permita hacer que los tejidos transplantados puedan ser capaces de adaptarse de un modo definitivo a su huésped. [ [6]] Pero la ciencia progresa, con rapidez. Gracias a las técnicas ya existentes y a las posibles de descubrir, podremos continuar en busca del formidable secreto. La humanidad no se cansará, jamás de perseguir la inmortalidad. No la alcanzará porque está ligada a las leyes de su constitución orgánica pero logrará quizás retardar durante algún tiempo la marcha inexorable de la duración fisiológica. No logrará, vencer a la muerte porque la muerte viene a constituir un rescate que debemos pagar por nuestro cerebro y nuestra personalidad.
A medida que progresen los conocimientos de la higiene del cuerpo y del alma, sabremos que la vejez, sin la enfermedad, no es temible. Es a la enfermedad y no a la vejez a quien debemos la mayor parte de nuestras desdichas.

VII
Concepto operacional del tiempo interior.– El valor real del tiempo físico durante la infancia y durante la vejez.

El valor humano del tiempo físico depende naturalmente de la naturaleza del tiempo interior, del cual constituye la medida. Sabemos que nuestra duración es un flujo de cambios irreversibles de los tejidos y de los humores. Se puede estimar aproximadamente en unidades de tiempo fisiológicos, siendo cada unidad equivalente a cierta modificación del suero sanguíneo. Sus caracteres vienen de la estructura del organismo y de los procesos fisiológicos ligados a esta estructura. Son específicos de cada especie, de cada individuo, y de la edad de cada uno de estos individuos. Situamos generalmente esta duración en el cuadrante del tiempo de los relojes, desde el momento en que formarnos parte del mundo físico. Las divisiones naturales de nuestra vida se cuentan en días y en años. La infancia y la adolescencia duran más o menos dieciocho años. La madurez y la vejez, cincuenta o sesenta años. El hombre pasa por un breve período de desarrollo y un largo período de acabamiento y decrepitud. Pero podemos, por el contrario, comparar el tiempo físico al tiempo fisiológico y traducir el tiempo de un reloj en términos de tiempos humanos. Entonces, se produce un fenómeno extraño. El tiempo físico pierde la constancia de su valor. Los minutos, las horas, los años, se hacen en realidad diferentes para cada individuo y para cada período de vida de un individuo. Un año es más largo durante la, infancia y mucho más corto durante la vejez. Tiene un valor diferente para un niño que para sus padres. Es mucho más precioso para él que para ellos, porque contiene muchas más unidades de su tiempo propio.
Sentimos más o menos estos cambios en el valor del tiempo físico que se produce en el curso de nuestra vida. Los días de nuestra infancia nos parecen muy lentos. Los de nuestra madurez, en cambio, son de una desconcertante rapidez. Este sentimiento proviene, quizás, de que inconscientemente colocamos el tiempo físico en el cuadro de nuestra duración. Y, naturalmente, el tiempo físico nos parece variar en razón inversa de esta duración. El tiempo físico se desliza a una velocidad uniforme, mientras que nuestra propia, velocidad disminuye sin cesar. Es como un gran río que corriese por la pradera. Al amanecer de su jornada, el hombre marcha alegremente a lo largo de su orilla y las aguas le parecen perezosas. Pero éstas aceleran poco a poco su curso. Hacia el medio día, no se dejan ya llevar la delantera por el hombre. Cuando se aproxima la noche, aumenta su velocidad mucho más, y el hombre se detiene para siempre, mientras el río continúa inexorablemente su camino. En realidad, el río no ha cambiado jamás de velocidad. Pero la rapidez de nuestra marcha disminuye. Quizás la lentitud aparente del comienzo de la vida y la brevedad del fin se deben a que un año representa, como se sabe, para el niño y para el viejo distintas proporciones de su vida pasada. Es más probable, sin embargo, que nos demos cuenta oscuramente de la lentitud progresiva de nuestro tiempo interior, es decir, de nuestros procesos fisiológicos. Cada uno de nosotros, es el hombre que corre a lo largo de la orilla, mientras admira como se acelera el paso de las aguas.
Es el tiempo de la primera infancia el que naturalmente resulta más rico y debe ser utilizado de todas las maneras imaginables por la educación. La pérdida de estos momentos es irreparable. En lugar de dejar sin cultivo los primeros años de la vida, es preciso, al contrario, cultivarlos del modo más minucioso. Y este cultivo exige un profundo conocimiento de la fisiología y de la psicología que los educadores modernos no tienen aún la posibilidad de adquirir. Los años de la madurez y de la vejez sólo tienen un débil valor fisiológico. Casi se encuentran vacíos de cambios orgánicos y mentales. Deben, entonces, llenarse con una actividad artificial. No hace falta que el hombre que envejece deje de trabajar, se retire, en suma. La inacción disminuye mucho más el contenido de su tiempo. El descanso es más peligroso para los viejos que para los jóvenes. A aquellos cuyas fuerzas declinan, debemos darles un trabajo apropiado, pero no el reposo. Es preciso no estimular en estos momentos los procesos funcionales. Es mejor suplir su lentitud con un aumento de su actividad psicológica. Si los días se llenan de acontecimientos mentales y espirituales, la rapidez de su carrera disminuye. Pueden, incluso, alcanzar la plenitud de los días de la juventud.

VIII
La utilización del concepto del tiempo interior.– La duración del hombre y la de la civilización.– La edad fisiológica y la del individuo.

La duración forma parte del hombre. Está ligada a él como lo está el mármol a la forma de la estatua. Como constituimos la medida de todas las cosas, relacionamos con nuestra duración la de los acontecimientos de nuestro mundo. Nos servimos de ella como de unidad en el evalúo de la ancianidad de nuestro planeta, de la raza humana, de la civilización. Es la extensión de nuestra propia vida la que nos hace juzgar cortas o largas nuestras especulaciones. Erradamente nos servimos de la misma escala temporal, para apreciar la duración de la vida de un individuo y la de una nación. Hemos tomado la costumbre de apreciar los problemas sociales del mismo modo que los individuales; así, pues, nuestras observaciones y experiencias son demasiado cortas. Tienen, por este motivo, escasa significación. Hace falta a menudo un siglo para que un cambio en las condiciones materiales y morales de la existencia humana dé caracteres nuevos a una nación.
Hoy día el estudio de los grandes problemas económicos, sociales y raciales reposa sobre los individuos y se interrumpe cuando los individuos mueren. Del mismo modo, las instituciones científicas y políticas son concebidas en términos de la duración individual. Sólo la Iglesia Romana ha comprendido que la marcha de la humanidad es muy lenta, y que el paso de una generación no es en el mundo civilizado sino un acontecimiento insignificante. Cuando se toman en cuenta las cuestiones que interesan el porvenir de las grandes razas, la duración de un individuo es una unidad defectuosa de medida temporal. El advenimiento de la civilización científica hace indispensable poner en su exacto sitio todas las cuestiones fundamentales. Asistimos a nuestra falla moral, intelectual y social. Sólo nos damos cuenta de las causas de un modo incompleto. Hemos alimentado la ilusión de que las democracias podían únicamente sobrevivir gracias a los esfuerzos cortos y ciegos de los ignorantes. Ahora sabemos que estábamos equivocados. La dirección de las naciones por hombres que evalúan el tiempo en función de su propia duración, conduce, como lo sabemos, a un desarrollo inmenso y a la bancarrota. Es indispensable preparar los acontecimientos futuros, formar las generaciones jóvenes para la vida de mañana, extender nuestro horizonte temporal más allá de nosotros mismos.
Por el contrario, en la organización de los grupos sociales transitorios, tales como una clase especial de niños o un equipo de obreros, es preciso tener en cuenta el tiempo fisiológico. Los miembros de cada grupo deben funcionar necesariamente al mismo ritmo. Los niños de una misma clase están obligados a tener una actividad intelectual más o menos semejante. Los hombres que trabajan en las fábricas, en los bancos, en los almacenes, en las universidades, etc., deben cumplir cierta tarea, en un tiempo determinado. Aquellos que por causa de la edad, o por la enfermedad, ven declinar sus fuerzas, traban la marcha del conjunto. Hasta el presente, es la edad cronológica la que determina la clasificación de niños, adultos y ancianos. Se coloca en la misma clase a los niños de la misma edad. También se fija por la edad el momento del retiro de un trabajador cualquiera. Sin embargo sabemos que el estado real de un individuo no corresponde exactamente a su edad cronológica. Existen ciertos trabajos donde habría que agrupar a los seres humanos por la edad fisiológica.. En algunas escuelas, se ha elegido la pubertad como medio de clasificar a los niños, pero no existe aún el procedimiento que permita medir la tasa del declive fisiológico y mental y saber en qué momento un hombre que envejece debe retirarse. Sin embargo, el estado de un aviador puede determinarse exactamente por ciertos “tests”. Es su edad fisiológica y no su edad cronológica la que indica la fecha del retiro de los pilotos aviadores.
La noción del tiempo fisiológico nos explica de qué manera estamos aislados los unos de los otros en mundos diferentes. Para los niños es imposible comprender a sus padres, y más imposible aún comprender a sus abuelos. Si se les considera en un mismo momento, los individuos pertenecientes a cuatro generaciones sucesivas son profundamente heterocrónicos. Un anciano y su bisnieto son seres totalmente diferentes, absolutamente extraños el uno al otro. La influencia moral de una generación sobre la que le sigue parece ser tanto mayor cuanto su distancia temporal es más pequeña. Sería preciso que las mujeree fuesen madres en la época de su primera juventud. De este modo no estarían separadas de sus hijos por un intervalo temporal tan grande que el amor mismo no es capaz de llenar.

IX
El ritmo del tiempo fisiológico y la modificación artificial de los seres humanos.

El conocimiento del tiempo fisiológico nos da el medio de dirigir convenientemente nuestra acción sobre los seres humanos. Nos indica en qué momento de la vida y por medio de qué procedimientos esta acción puede ser más eficaz. Sabemos que el organismo es un mundo cerrado. Sus fronteras externa o interna, la piel y las mucosas respiratorias y digestivas, se abren sin embargo a ciertas influencias. Este mundo cerrado es modificable porque constituye una cosa en movimiento, una superposición de modelos sucesivos en el cuadro de nuestra identidad. Y está sin cesar modificado por los agentes físicos, químicos y psicológicos que logran introducirse en él. Nuestra dimensión temporal se construye sobre todo durante la infancia, en la época en que los procesos funcionales son más activos. En este momento es, precisamente, cuando los acontecimientos orgánicos se acumulan en gran número cada día. Su masa plástica puede recibir la forma que es deseable dar al individuo. La educación fisiológica, intelectual y moral, debe tomar en cuenta la naturaleza de nuestra duración y la estructura de nuestra dimensión temporal. El ser humano es comparable a un líquido viscoso que se deslizase a la vez en el espacio y en el tiempo. No cambia instantáneamente de dirección. Cuando se quiere obrar sobre él, hace falta tomar en cuenta la lentitud de su propio movimiento. No debemos modificar brutalmente su forma como se corrigen a martillazos los defectos de una estatua de mármol. Sólo las operaciones quirúrgicas producen cambios repentinos favorables, y así, todavía, el organismo cicatriza lentamente la maniobra brutal del cuchillo. Jamás se obtiene mejoría profunda en el cuerpo de manera rápida. Nuestra acción debe insinuarse en los procesos fisiológicos, que son el substratum de la duración, siguiendo su propio ritmo. Este ritmo de la utilización por medio del organismo de agentes físicos, químicos y psicológicos, es lento. De nada sirve administrar a un niño, de una sola vez, una gran cantidad de aceite de hígado de bacalao, pero una cantidad pequeña de este remedio, dada cada día durante muchos meses, modifica las dimensiones y la forma del esqueleto. Los factores mentales obran igualmente de manera progresiva. Nuestras intervenciones en la personalidad estructural y psicológica no alcanzan pleno efecto si no se conforman a las leyes de nuestro desarrollo. El niño se parece a un arroyuelo que sigue todas las modificaciones de su lecho. El arroyuelo conserva su identidad dentro de la diversidad de su forma. Puede convertirse en lago o en torrente. La personalidad persiste en el flujo de la materia, pero crece o disminuye, según las influencias que padece.
Nuestro desarrollo no se efectúa sino al precio de una poda constante de nosotros mismos. Poseemos, al comienzo de la vida, vastas posibilidades. No estamos limitados en nuestro desarrollo sino por las fronteras extensibles de nuestras predisposiciones ancestrales. Pero a cada instante debemos elegir. Y cada elección sumerge en la nada multitud de nuestras virtualidades. La necesidad de elegir un solo camino entre los que se nos presentan, nos priva de ver los países a los cuales nos habrían conducido los otros caminos. En nuestra infancia llevamos con nosotros multitud de seres virtuales que mueren uno a uno. Cada anciano está rodeado del cortejo de aquellos que habría podido él ser, de todas sus potencialidades abortadas. Somos a la vez, un fluido que se solidifica, un tesoro que empobrece, una historia que se escribe, una personalidad que se crea. Nuestra ascensión o nuestro descenso dependen de factores físicos, químicos y fisiológicos, de virus y de bacterias, de la influencia psicológica, del medio social, y, por fin, de nuestra voluntad. Estamos constituidos a la vez por nuestro medio y por nosotros mismos. Y la duración es la sustancia misma de nuestra, vida orgánica y mental, por cuanto significa invención, creación de forma, elaboración continua de lo absolutamente nuevo [ [7]] .


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EL ENCUENTRO EN LA VICTORIA



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UN ENCUENTRO EN LA VICTORIA

Autor: ©Giuseppe Isgró C.

Del libro: La Victoria

Capítulo I

Me encontraba un día, en una fuente de aguas tranquilas, cristalinas, cuando se me acercó un Venerable hombre, vestido a la antigua usanza, con bata blanca, larga, pelo y barba que alguna vez fueron de color pelirrojo y un báculo en la mano derecha.

Concentró sus ojos en los míos; su mirada era profunda, serena y apacible.

Con voz suave y afectiva, me dijo:

-“Hola, hijo, como estás”-.

–Bien, -le contesté-; y, ¿usted?

–Por aquí andamos; -fue su respuesta-, mientras me sonreía.

-¿Dónde estamos?, -le pregunté al Venerable hombre-.

-Este sitio es conocido como La Victoria; -me contestó-. –¿Qué haces por estos lados?

-Salí esta mañana, temprano, con el coche, a dar un paseo; luego, al llegar a esta zona, me paré a contemplar la belleza de los araguaneyes y decidí caminar un poco y la verdad que, absorto en mis reflexiones, caminé por lo menos durante dos horas, hasta llegar aquí. Desconocía este hermoso lugar. Y, usted, -¿vive por aquí cerca? -le pregunté-.

Un poco más arriba, en esa colina boscosa. Hace algunos años, -relata el Venerable hombre- decidí retirarme de la agitada vida ejecutiva en que me desenvolvía profesionalmente, como abogado, en la ciudad de Quebec, Canadá, aunque he viajado por diversos países asesorando a incontables líderes. Construí la casa, en esta zona tropical, con la idea de pasar aquí los meses de invierno. Me dedico al estudio de la vida, a la meditación y a cultivar mi jardín y de vez en cuando, a escribir mis reflexiones, las cuales, algún día, habrán de ser publicadas para esparcir un poco la luz que he podido vislumbrar en mis estudios metafísicos-espirituales.

-¿Quieres tomar un café? –Me preguntó el Venerable hombre-. Lo he traído de Caripe El Guácharo; es de los más exquisitos que he probado.

-Sí, con gusto se lo acepto; -le contesté-.

Nos fuimos caminando por un sendero rodeado de árboles cargados de mangos, aguacates, naranjas y una hilera de cayenas de diversos colores. A lo lejos, el ruido de la brisa se oía apaciblemente. Todo era quietud, armonía y paz. Pero, sobre todo, lo que más me impresionaba era la apacibilidad y el sosiego del Venerable hombre de La Victoria. Emanaba de él un flujo de fuerza que, en su presencia, me sentía con un poder y una seguridad nunca antes experimentados. Fuerzas bienhechoras se iban apoderando de mí y aquella paz y relax que buscaba en la mañana, al salir a dar un paseo, sin percatarme de ello, las estaba experimentando ya.

Después de unos quince minutos de caminar, llegamos a la casa del Venerable hombre. Su aspecto exterior humilde estaba lejos de dejar entrever lo que segundos después habría de asombrarme con lo que encontré en el interior.

Al entrar, en la casa, una joven de unos veinte años saludó al Venerable hombre.

-¡Hola, abuelo!, ¿cómo estás?

–Bien, hija, -contestó el Venerable hombre-. -Prepara un poco de café, Lucía, mientras conversamos un poco, adentro.

-Por cierto, te presento a Santiago, quien ha llegado paseando hasta La Victoria.

Después de la presentación, entramos en la biblioteca del Venerable hombre. Un salón grande, lleno de estantes de libros por todas partes, lo cual hacía inimaginable dicho cuadro desde el exterior. Algunos cuadros al óleo de morichales y de personajes históricos, presentaban un ambiente acogedor. En un rincón se encontraban diversos retratos de Tagore, Gandhi, Cicerón, Séneca, Ibn Arabi y un dibujo de Don Quijote y Sancho Panza. En un pequeño cuadro, podía leerse: -“Lo que Alá quiera. Nada se le asemeja”-.

-Le felicito por este inmenso tesoro que usted tiene aquí, -le dije al Venerable hombre-. -¿Cuáles son los temas de su interés?

A lo cual, me contestó: -Como usted puede ver, Santiago, -y me invitó a recorrer los estantes- aquí hay libros de variados temas: clásicos de todos los países y épocas, desde los Vedas, los Upanishads, el Mahabaratha, los libros de Confucio, El Tao te King, de Lao Tse, el Poema de Gilgamesh, el Código de Amurabí, autores griegos, como Homero y Hesiodo. Se encuentran las obras completas de Euclides, Platón, Aristóteles, Teofrasto, Demetrio de Falereo, de los Presocráticos, Epicteto, Plutarco, etcétera; de los latinos, autores como Séneca, Cicerón, -que son mis preferidos-, Julio César, Tito Livio, Dionisio de Halicarnaso, Marco Aurelio, así como libros de Psicología, Gerencia, Sufismo, Yoga, ensayos, filosofía, parapsicología, hermetismo, El Quijote, libros de economía, filosofía, etcétera, en fin, un poco de todo lo que es preciso conocer para poder entender el significado de la vida: de dónde venimos, por qué estamos aquí y hacía dónde vamos, sin lo cual, la vida no tendría sentido, sobre todo por el gran afán a que está sometido el ser humano en la agitada vida moderna.

Nos sentamos en sendas butacas y nos entretuvimos conversando de temas diversos. Al poco rato, entró Lucía con dos tazas de oloroso café y unos biscochos, que degustamos con agrado en una amena e interesante conversación. Al fondo, podía oírse una suave música de Beethoven.

Pasamos cerca de una hora conversando de sobre la Atlántida, Egipto, los griegos, de Homero, de los sufíes, del budismo zen, los poderes del espíritu, meditación, etcétera, después de lo cual, le hice una pregunta directa.

-Seguramente, usted ha desarrollado alguna técnica de meditación y algún método de resolución de situaciones, en la vida, que me quisiera explicar, ya que, según observo, para tener usted una serenidad tan acentuada y una fortaleza física a la edad que imagino que usted debe tener, -cerca de noventa años- es porque ha encontrado en su larga experiencia algún secreto que quizás quisiera compartir conmigo.

Santiago, -me dijo el Venerable hombre, si vuelves a visitarme otro día, quizá te cuente algo que te pueda servir. Empero, antes de que te vayas, te haré entrega de unos apuntes que hace ya muchos años, en una época en que yo andaba a la búsqueda de sosiego y tratando de encontrarle sentido a la vida, un Venerable hombre que, en una edad similar a la mía, a su vez me entregara y cuya práctica asidua me permitió domar la mente, encarrilar mi vida y poner bajo control los hilos del destino. Son veintidós manuscritos, y una meditación diaria, –continuó diciendo el Venerable hombre, que si bien son ya un poco antiguos, podrás copiarlos de nuevo y si pones en práctica las técnicas que contienen, darás a tu vida un esplendor que habrá de sorprenderte agradablemente.

-Una vez que los hayas probado con total y absoluta satisfacción de tu parte, -me dijo, ponlos en limpio, en forma de libro y publícalo para que su mensaje llegue a mayor número de personas. Hacía tiempo que esperaba a alguien a quien confiarle este legado y creo que hoy, al llegar aquí, en la forma en que lo has hecho, tus pasos han sido dirigidos por Aquel que todo lo sabe y puede, por la Ley Cósmica, y en cuyos planes universales, todos somos sus instrumentos.

Me despedí del Venerable hombre y de su adorable nieta, sintiendo dentro de mí fuerzas desconocidas hasta entonces que preanunciaban grandes cambios en mi vida.

En los días siguientes, aparté una hora diaria, antes de dormirme, y leí y releí, todos los manuscritos, de la siguiente manera: En primer lugar copié la Meditación diaria en un cuaderno, el cual leí durante veintidós noches y mañanas seguidas, tal como lo indicaban las instrucciones de la misma.

Una nota al pie de página mencionaba que si yo la transcribía en un cuaderno, el hecho de hacerlo, grabaría en mi ordenador mental las instrucciones y me sería más fácil desarrollar, en mi personalidad, las cualidades y condiciones que formaban parte de los objetivos implícitos en la misma.

De los veintidós manuscritos, cada lunes, a las once en punto de la noche, copiaba uno en el cuaderno, y durante el resto de la semana, a la misma hora, lo leía y meditaba, siguiendo las fáciles y efectivas técnicas e indicaciones al inicio del mismo.

Cuatro semanas después de leer durante veintidós días seguidos, en la noche y en la mañana, la meditación diaria, comenzaron a manifestarse en mi vida una serie de cambios positivos que me dejaban asombrado a mi mismo, pero, también, los miembros de mi familia y a mis amistades; sobre todo mi semblante comenzó a ser más apacible; volví a sonreír desde el interior; mi estado anímico era de contento; me sentía más seguro de mi mismo; comencé a confiar más en la gente, en la vida y a vislumbrar el sentido de mi misión en la vida –percibía cosas que antes me pasaban desapercibidas, a pesar de haber estado siempre allí. Sentía fluir en mí una nueva corriente vivificadora de prosperidad, de felicidad, de alegría de vivir. Mi entusiasmo y amor por la vida y por mi familia, por mi trabajo y por las personas, crecía día a día. En aproximadamente dos meses había logrado muchas de las cosas en las cuales había soñado desde hacía años. Había dado un paso sorprendente en el camino de la autorrealización.

Efectivamente, pude comprobar que me fue relativamente muy fácil desarrollar las aptitudes y actitudes a nivel físico, mental, emocional, espiritual y en diversos aspectos de mi vida, como el financiero, que comenzó a mejorar casi inmediatamente, así como, surgieron nuevas oportunidades que comencé a aprovechar, casi sin esfuerzo de mi parte.

Transcurría el año de 1967 y mi vida había encontrado un sendero que habría de conducirme a cooperar en forma más efectiva en el plan divino que el Supremo Hacedor, en algún momento, había diseñado para mí.

Tres meses después volví a aquel lugar donde había encontrado al Venerable hombre de La Victoria y allí estaba la fuente que él dijo llamarse La Victoria; empero, cuando traté de encontrar el camino para llegar a la casa donde amablemente me ofreció un delicioso café, preparado por su nieta Lucía, no logré encontrarlo, pese a haber recorrido durante un par de horas por los alrededores. Pregunté a varias personas para ver si podían indicarme como llegar a la casa del Venerable hombre y cual fue mi sorpresa, nadie lo conocía.

Empero, después de tanto buscar, volví a encontrar la casa donde vivía el Venerable hombre de La Victoria, pero se encontraba abandonada. Su aspecto indicaba que debía encontrarse en ese estado un lapso mayor del que mediaba con el encuentro de aquel ser extraordinario. Es sorprendente como los inmuebles solos acusan el paso del tiempo en mayor grado que los que son habitados. Si no fuera por los manuscritos pensaría que el encuentro no fue más que un simple sueño. -¿O se trata, acaso de un sueño combinado con un fenómeno de aporte? Personalmente, no lo creo. El encuentro fue muy vívido y real. El aromático café servido por Lucía estaba exquisito. Durante varios años volví al lugar varias veces, la casa seguía sola. La última vez que volví, no la pude ubicar y sin tener tiempo suficiente para seguir buscándola, me fui. Ahora, vivo muy lejos de aquella zona, en otro continente; han transcurrido muchos años y después de tanto tiempo es poco probable que vuelva allí; pero, los manuscritos y la meditación diaria obran en mi poder, me han transformado y han enriquecido mi vida.

Durante más de treinta y cinco años he puesto en práctica las diversas variantes de los ejercicios, afirmaciones y meditaciones que contienen los manuscritos y la meditación diaria y cada vez que los pongo en práctica, experimentos los mismos beneficios. Ahora, ellos se encuentran en el libro que usted tiene en sus manos; espero que les sean tan útiles como los han sido para mí.

Su contenido es eminentemente práctico; no hay teorías superfluas. Si lleva a cabo los ejercicios que contienen, es probable que, gradualmente, se vaya efectuando la transmutación alquímica de su ser sintonizándose con los elevados resultados existenciales, los cuales, por añadidura, al ser creados a nivel mental, se van manifestando en su propia vida, oportunamente.

Sobre todo, con estos ejercicios, me percaté, cuando el Venerable hombre me entregó los manuscritos, de que se dispone de un método para domar la mente y ejercer un pleno dominio sobre la vida en general y, por ende, sobre el destino y controlar, cuando eventualmente se presenten, todas las situaciones, manteniendo un perfecto equilibrio físico, mental, emocional, espiritual y financiero.

El Venerable hombre de La Victoria me comentaba que todo se puede lograr en la vida si se siembra la respectiva semilla por medio de correctas decisiones acordes con la propia y elevada auto-estima y dignidad personal, desarrollando el convencimiento de que sí se puede hacer, por medio de las afirmaciones, las visualizaciones y meditaciones, la experimentación de un estado emocional acorde al momento de ser logrados los respectivos resultados y la practica del desapego, es decir, dejar encargada a la mente psiconsciente del logro, y además, se espera el tiempo necesario haciendo, mientras tanto, todo lo que se requiere, según el caso o los objetivos por alcanzar.

Estas técnicas funcionan, me decía una y otra vez el Venerable hombre de La Victoria; luego, agregaba: -las he probado por más de cincuenta años y quien, a su vez me las entregó, habría hecho otro tanto, aseverando que eran efectivas, si yo seguía fielmente las instrucciones y las ponía en práctica con expectativas positivas.

Desde que en 1967, el Venerable hombre me hiciera entrega de los manuscritos, han transcurrido un poco más de de treinta y cinco años, durante los cuales yo también he puesto en práctica las diversas variantes de los ejercicios, afirmaciones y meditaciones que contienen, y cada vez que me ejercito con ellos, experimento los mismos beneficios. Ahora, ellos se encuentran en el libro que usted tiene en sus manos; espero que les sean tan útiles como los han sido para todos los que hemos aplicado las enseñanzas del Venerable hombre de La Victoria.

Él me repetía constantemente: -“¡Tú puedes si crees que puedes hacerlo! ¡Hazlo y tendrás el poder!

Recuerdo que ese día el Venerable hombre me dijo: -ejercer el poder con que la naturaleza de las cosas ha dotado a cada ser, cultivando los dones inherentes y aprendiendo todo lo que se pueda de sí y del vasto universo del que se forma parte, es una manera efectiva de ser cada día más feliz. Luego, cuando me despedí de él, expresó: -“¡Que cada día brille más y mejor tu luz interior!”.- Adelante.

Capítulo 2

Meditación diaria

Es lunes en la noche, son las once en punto.

Me dispongo a copiar textualmente, en el cuaderno que he dispuesto para ello, el manuscrito identificado con el título:

Meditación diaria

Dice así:

Afirme, en la mañana y en la noche, antes de dormir, durante veintidós días; luego, cada vez que lo desee, esta poderosa fórmula de programación mental positiva y descubra cómo, con facilidad, van ocurriendo cosas maravillosas en su vida:

MEDITACIÓN DIARIA

Afirma, en la mañana y en la noche, antes de dormir, durante veintidós días; luego, cada vez que lo desees, esta poderosa fórmula de programación mental positiva y descubre cómo, con facilidad, van ocurriendo cosas maravillosas en tu vida. Al encender la luz en la mente se ilumina la propia existencia y todo en derredor vibra al unísono y con el mismo sentimiento de felicidad y bienestar, interrelacionándose por la ley de afinidad.

1. -Entro en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre, contando de tres a uno: Tres, dos, uno.

Ø Ahora, estoy ya en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre.

Ø Voy a permanecer en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre, durante quince minutos y voy a programar los siguientes efectos positivos, los cuales perduran, cada vez mejor, hasta que vuelva a realizar este acceso y programación mental:

Ø Todo va bien, siempre, en todos los aspectos de mi vida, cada día mejor. (Tres veces). –Imagínalo-.

Ø Todo va bien en mi trabajo; cada día logro mejores niveles de efectividad, prosperidad, riqueza, abundancia y bienestar. (Imagínalo).

2. Formo una unidad cósmica perfecta con el Creador Universal, -ELOÍ. (Diez veces, con los ojos cerrados). Hoy se expresa en mí la Perfección universal de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión en todos los aspectos de mi vida.

3. -Cada día, en todas formas y condiciones, mi cuerpo y mi mente funcionan mejor y mejor. La consciencia de mi conexión permanente e indisoluble con el Creador Universal, -ELOÍ-, restablece y mantiene en mí, diariamente, durante las veinticuatro horas del día, un perfecto estado de salud a nivel físico, mental, emocional y espiritual. Gracias, Creador Universal, por darme un cuerpo perfecto, saludable, lleno de energía. Aquí y ahora, me siento en perfecto equilibrio de salud, a nivel físico, mental, emocional y espiritual.

4. Afronto y resuelvo bien toda situación que me compete, siempre.

5. Todo tiene solución, en todas las situaciones de mi vida.

6. El Creador Universal, -ELOÍ-, es en mí, cada día mejor, en todos los aspectos de mi vida, fuente de amor, luz, sabiduría, éxito, riqueza, prosperidad, abundancia y armonía.

7. Permito que las leyes universales de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión actúen bien en el plan de mi vida.

8. Tengo prosperidad y poder. Cada día enriquezco mejor mi vida a través del servicio efectivo, del amor y de la práctica de todas las virtudes.

9. Mi dignidad personal me lleva a realizar las cosas que me competen con la máxima perfección posible.

10. Cada día, en todas formas y condiciones, en todos los aspectos de mi vida, estoy mejor y mejor a nivel físico, mental, emocional, espiritual y financiero.

11. Actúo con templanza, serenidad, autodominio y perfecto equilibrio en todo. Conservo plena autonomía y control sobre todas mis facultades físicas, mentales, emocionales, intelectuales y espirituales. Hecho está. (Visualizar un escudo protector de luz que te envuelve y protege; -una pirámide-).

12. Tengo fortaleza, valor, confianza y fe suficiente para triunfar y alcanzar todas mis metas, de acuerdo con la voluntad del Creador Universal, -ELOÍ-, y en armonía con sus planes cósmicos. Soy inmune e invulnerable a las influencias y sugestiones del medio ambiente y de cualquier persona a nivel físico, mental, emocional y espiritual, en las dimensiones objetivas y subjetivas y en cualesquiera otras en que sea requerido.

13. El orden universal de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión se establece en mi vida, en todos mis asuntos y en las personas interrelacionadas, aquí y ahora. Hecho está.

14. Asumo la responsabilidad de mis actos y cumplo bien todos mis compromisos, siempre oportunamente, de acuerdo con el orden cósmico.

15. El Creador Universal, -ELOÍ-, nos da abundancia y armonía en el eterno presente. Vivo en abundancia y en armonía perfectas, aquí, ahora y siempre.

16. El Creador Universal, -ELOÍ-, se está ocupando de todo, en todos los aspectos de mi vida, y se expresa en mí conciencia intuitiva por medio de los sentimientos en correspondencia con los valores universales.

17. Gracias, Creador Universal, -ELOÍ-, por esta vida maravillosa. Que Tu Inteligencia Infinita, Amor, Sabiduría, Justicia, Luz, y Poder Creador guíen, adecuadamente, todas mis decisiones y acciones, ahora y siempre. Gracias, Eloí, por este día maravilloso.

18. El Creador Universal, -ELOÍ-, nos proteja, aquí y en cualquier lugar, ahora y siempre. (Tres veces).

19. Siempre espero lo mejor, de acuerdo con la voluntad del Creador Universal, -ELOÍ-, y la Ley Cósmica, en armonía con todos.

20. Gracias, Creador Universal; todo va bien en todos los aspectos de mi vida, a nivel físico, mental, emocional y espiritual. Gracias, Eloí, todo va bien en mis practicas espirituales y en mi relación Contigo; Tú y yo formamos una unidad perfecta, armónica, aquí y ahora, en el eterno presente. Yo soy Tú, Tú eres yo. Te amo.

21. Voy a realizar –obtener o resolver- (mencionar), antes del: (fecha), de acuerdo al orden divino y en armonía con todos. (Si se trata de varios objetivos, anótelos y haga la afirmación y visualización con cada uno de ellos. Imagínelo concluido satisfactoriamente sin imponer canal alguno de manifestación.)

22. Tengo serenidad y calma imperturbable. Soy impasible frente a todo y a todos. No tengo temor a nada, a nadie ni de nadie en ningún nivel físico, mental, emocional, espiritual y financiero. Dentro de mí vibra la seguridad total. Tengo completa confianza en la vida y en mi propia capacidad de resolver situaciones y alcanzar los resultados satisfactorios que preciso, en cada caso, siempre.

A continuación anoté la fecha: Lunes 12 de agosto de 1967. Luego, tal como me lo indicó el Venerable hombre, anoté la fecha que correspondía veintidós días después: 03 de septiembre de 1967.

Acto seguido, me senté cómodamente, tomé tres respiraciones profundas y realicé la meditación.

Luego, cada noche, durante veintidós días, a las once en punto, me iba a mi cuarto, daba indicaciones de no ser interrumpido durante veinte minutos y realizaba la meditación del día, la cual, siempre complementaba con la lectura breve de uno de los libros de cabecera que siempre suelo tener en mi mesa de noche.

Iba notando, día a día como emergía de mi interior una nueva y desconocida fortaleza, seguridad, estado de ánimo contento, actitud más decidida, optimismo frente a la vida y a las situaciones; comencé a llevarme mejor en las relaciones con las demás personas, a ser más comedido en todo y sobre todo comenzaba a tener conciencia de cosas que antes me solían pasar desapercibidas.

Cabe destacar que, en el punto número veintiuno de la meditación, había anotado siete objetivos que desde hacía tiempo quería realizar y para mi sorpresa, treinta días después de haber terminado de efectuar la meditación del manuscrito número veintidós comencé a observar como, en forma aparentemente casual se iban manifestando la resultados de cada uno de ellos hasta que, algunos meses después, antes de la fechas previstas, los había realizado todos, menos dos, por lo cual, me senté y volví a anotar, en una hoja de mi cuaderno, otros diez objetivos, encabezados por los dos pendientes de la lista anterior, les puse la fecha tope a cada uno, antes de la cual debían ser logrados, para seguir visualizando, su logro, periódicamente.

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jueves, 21 de noviembre de 2013

EL TIEMPO INTERIOR


EL TIEMPO INTERIOR

Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de Medicina
I
La duración.– Su medida por el tiempo solar.– La extensión de las cosas en el espacio y el tiempo.--Tiempo matemático. – Concepto operacional del tiempo físico.

 La duración del ser humano, lo mismo que su talla, varía según la unidad que sirve para su medida. Es muy grande, si nos comparamos con las ratas o con las mariposas. Muy pequeña, si tomamos en cuenta la vida de una encina. Insignificante, si nos damos a compararla con la historia de la tierra. La medimos por el movimiento de las agujas de un reloj sobre la superficie de su cuadrante. Le asimilamos al recorrido que efectúan esas agujas con iguales intervalos: los segundos, los minutos, las horas. El tiempo de los relojes está reglamentado según ciertos sucesos rítmicos, tales como la rotación de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Nuestra duración es, pues, evaluada por las unidades del tiempo solar. Comprende más o menos veinticinco mil días. Para el reloj que la mide, la jornada de un niño es igual a la de sus padres. En realidad, representa una parte muy pequeña de su vida futura, y una fracción mucho más importante de la vida de sus padres. Pero constituye también un fragmento insignificante de la existencia pasada del anciano, y un largo período de la vida de un niño de pecho. El valor del tiempo físico cambia, pues, en el espíritu de cada uno dé nosotros, según consideremos al pasado o el futuro.
Nos vemos obligados a medir nuestra duración por los relojes, ya que estamos sumergidos en el continuum físico, y el reloj mide una de las dimensiones de ese continuum. En la superficie de nuestro planeta las dimensiones de las cosas se distinguen por caracteres particulares. La vertical se identifica por la pesantez, las dimensiones horizontales se confunden para nosotros. Pero podríamos diferenciarlas la una de la otra, si nuestro sistema nervioso poseyese una sensibilidad semejante a la de la aguja imantada. En cuanto a la cuarta dimensión, se nos representa con aspecto especial. Es móvil y muy extensa, mientras que las otras tres nos parecen breves e inmóviles. Nos movemos fácilmente por nuestros propios medios en las dos dimensiones horizontales. Para desplazarnos en sentido vertical, tenemos que luchar contra la pesantez. Debemos servirnos entonces de un globo o de un avión. Por último, nos es completamente imposible viajar a lo largo del tiempo. Wells no nos ha entregado los secretos de la construcción de la máquina que permite a uno de sus personajes salir de su habitación por la cuarta dimensión y marchar hacia el futuro. Para el hombre real, el tiempo es muy diferente de las otras dimensiones del continuum. No lo sería para el hombre abstracto que habitase los espacios intersiderales. Pero, aunque diferente al espacio, es inseparable de él y a la superficie de la tierra como al resto del universo, para el biólogo como para el físico.
En la naturaleza, en efecto, siempre se ha observado el tiempo como unido al espacio. Es un aspecto necesario a los seres materiales. Ninguna cosa concreta posee sino tres dimensiones espaciales. Una roca, un árbol, un hombre no pueden ser instantáneos. Ciertamente, somos capaces de constituir en nuestro espíritu seres con tres dimensiones. Pero todos los objetos naturales poseen cuatro. Y el hombre se extiende a la vez en el tiempo y en el espacio. A un observador que viviese mucho más lentamente que nosotros, éste aparecería como una cosa estrecha y alargada, análoga a la estela luminosa de una estrella filante. Sin embargo, posee otro aspecto difícil de definir porque no está comprendido enteramente en el continuum físico. El pensamiento se escapa del tiempo y del espacio. Las funciones morales, estéticas y religiosas no se encuentran allí. Además, sabemos que los clarividentes perciben a larga distancia, cosas ocultas. Algunos de entre ellos ven sucesos que han pasado ya o que pasarán en el futuro. Es digno de observar que sientan el futuro del mismo modo que el pasado. A veces son incapaces de distinguir el uno del otro. Predicen, por ejemplo, para dos épocas diferentes, un mismo acontecimiento, sin poner en duda que la primera visión se refiere al futuro y la segunda al pasado, Se diría que hay una cierta actividad de la conciencia que le permite viajar en el espacio y en el tiempo. La naturaleza varía según los objetos considerados por nuestro espíritu El tiempo que observamos en la naturaleza no tiene existencia propia. Constituye únicamente una manera de ser de las cosas. En cuanto al tiempo matemático, lo creamos con todas sus piezas. Es una abstracción indispensable a la construcción de la ciencia. Resulta como asimilarle a una línea recta en la cual cada punto sucesivo representase un instante. De Galileo acá, esta noción ha sido sustituida por aquella de que nos proveyó la observación directa de la naturaleza. Los filósofos de la edad media consideraban el tiempo como la gente que concreta las abstracciones. Esta concepción se parecía más a la-de Minkowski que a la de Galileo. Para ellos, como para Minkowski, Einstein y los otros físicos modernos, el tiempo es, en la naturaleza, completamente inseparable del espacio. Reduciendo los objetos a sus cualidades primarias, es decir, a lo que se mide y es susceptible de tratamientos matemáticos, Galileo les priva de sus cualidades secundarias y de su duración. Esta simplificación arbitraria ha hecho posible el impulso de la física, pero al mismo tiempo nos ha conducido a una concepción exageradamente esquemática del mundo, y en particular del mundo biológico. Debemos reintegrar en el dominio de lo real la duración, lo mismo que las cualidades secundarias de los seres inanimados y vivientes.
El concepto del tiempo es equivalente a la manera como le medimos en los objetos de nuestro mundo. Entonces aparece como la superposición de aspectos diferentes de una misma identidad, una especie de movimiento intrínseco de las cosas. La tierra da vueltas en torno de su eje, y presenta una superficie, ya clara, ya oscura, sin modificarse, sin embargo. Las montañas, bajo la influencia de la nieve, las lluvias y los rodados, se desploman poco a poco, permaneciendo sin embargo las mismas. Un árbol crece sin cambiar su identidad. El individuo humano conserva su individualidad en el flujo de los procesos orgánicos y mentales que constituyen su vida. Cada ser posee un movimiento interior una sucesión de estados, un ritmo, que le es propio. Este movimiento es el tiempo intrínseco. Se mide tomando en cuenta el movimiento de otro ser. Así es como nosotros medimos la duración nuestra por el tiempo solar. Como nos encontramos fijos sobre la superficie de la tierra, nos es cómodo referir a ella las dimensiones espaciales y la duración de todo lo que allí se encuentra. Apreciamos nuestra estatura con ayuda del metro que es, aproximadamente, la cuarenta millonésima parte del meridiano terrestre. De igual modo evaluamos nuestra dimensión temporal por el movimiento de la tierra. Resulta natural para los seres humanos medir su duración y reglamentar su vida según los intervalos que separan la salida y la puesta del sol. La luna podría representar el mismo papel. En efecto, para los pescadores que habitan las orillas en que las mareas son muy altas, el tiempo lunar es más importante que el tiempo solar. Las modalidades de la existencia, los momentos del sueño y de las comidas, están determinados por el ritmo de las mareas. El tiempo humano se coloca entonces en el cuadro de las variaciones cotidianas del nivel del mar. En suma, el tiempo es un caracter específico de las cosas. Varía según la constitución de cada una de ellas. Los seres humanos han tomado la costumbre de referir su tiempo interior, y el de todos los otros seres, al tiempo señalado por los relojes. Pero nuestro tiempo es tan distinto e independiente de ese tiempo intrínseco, que nuestro cuerpo es, desde el punto de vista espacial, diferente e independiente de la tierra y del sol.

II
Definición del tiempo interior.– Tiempo fisiológico y tiempo psicológico.– La medida del tiempo fisiológico.

La medida del tiempo interior es la expresión de los cambios del cuerpo y de sus actividades durante el curso de la vida. Equivale a la sucesión ininterrumpida de los estados estructurales, humorales, fisiológicos y mentales que constituyen nuestra personalidad. Es una dimensión de nosotros mismos. Sus secciones hechas por nuestro espíritu siguiendo este jefe personal, se muestran tan heterogéneas como las practicadas por los anatomistas que siguen los ejes espaciales. Como dice Wells en la máquina del tiempo, los retratos de un hombre a los ocho años, a los quince años, a los diecisiete anos, a los veintitrés años, y así sucesivamente, son secciones o mejor dicho representaciones con tres dimensiones, de un ser con cuatro dimensiones, que es una cosa fija e inalterable. Las diferencias entre esas secciones expresan los cambios que se producen incesantemente en la constitución del individuo. Estos cambios son orgánicos y mentales. Nos vemos, pues, obligados a dividir el tiempo interior en fisiológico y psicológico.
El tiempo fisiológico es una dimensión fija, hecha, con la serie de todas las modificaciones orgánicas del ser humano, desde su concepción hasta su muerte. Puede ser también considerado como un movimiento, como los estados sucesivos que construyen nuestra cuarta dimensión bajo los ojos del observador. Entre estos estados, los unos son rítmicos y reversibles, tales como las pulsaciones del corazón, las contracciones de los músculos, los movimientos del estómago y del intestino, las secreciones de las glándulas del aparato digestivo y la menstruación. Los otros son progresivos e irreversibles, tales como la pérdida de la elasticidad de la piel, el encanecimiento de los cabellos, el aumento de los glóbulos rojos de la sangre, la, esclerosis de los tejidos y de las arterias. Los movimientos rítmicos y reversibles, se alteran por igual durante el curso de la vida. Sufren ellos también un cambio progresivo e irreversible, y al mismo tiempo la constitución de los humores y de los tejidos se modifica. Es este el movimiento complejo el que constituye el tiempo fisiológico. El otro aspecto del tiempo interior es el tiempo psicológico. Nuestra conciencia registra, no el tiempo físico, sino su propio movimiento; la serie de sus estados, bajo la influencia de estímulos que le vienen del mundo exterior. Como dice Bergson, el tiempo viene a ser el tejido de la vida psicológica. La duración mental no es un instante que reemplaza a otro instante, porque constituye el progreso continuo del pasado. Gracias a la memoria el pasado se acumula sobre el pasado conservándose automáticamente a si mismo. Nos sigue a cada instante enteramente. Sin duda, no pensamos sino con una parte bien pequeña de nuestro pasado, pero, mediante nuestro pasado total, deseamos, queremos, y obramos. Constituimos una historia y la riqueza de ésta expresa la de nuestra vida interior, mucho más que el número de los años vividos. Sentimos oscuramente que hoy no somos idénticos a lo que ayer fuimos. También nos parece que los días pasan cada ves más ligero. Pero ninguno de estos cambios es bastante preciso, ni bastante constante para que podamos medirles. El movimiento intrínseco de nuestra conciencia resulta indefinible. Por otra parte, se diría que no interesa a todas las funciones mentales. Algunas de entre ellas no se modifican por la duración. No se alteran, sino en el momento en que el cerebro sufre los asa]tos de la enfermedad o de la senilidad.
El tiempo interior no puede ser evaluado convenientemente con las unidades del tiempo solar. Le evaluamos en días y en años, porque estas unidades son cómodas y aplicables a la medida de todos los movimientos terrestres, Pero un método tal no nos da indicación alguna sobre el ritmo de los procesos interiores que constituyen el tiempo intrínseco de cada uno de nosotros. Es evidente que la edad cronológica no corresponde a la verdadera edad. La pubertad no se produce en la misma época en los diferentes individuos. Otro tanto acontece con la menopausia. La edad real es un estado orgánico funcional. Debe, pues, ser medida por el ritmo de los cambios de este estado. Y este ritmo varía en los individuos, sean ya de gran longevidad o, por el contrario, sus tejidos y sus órganos se desgasten temprano. El valor del tiempo físico está lejos de ser el mismo para un noruego cuya vida es larga y para un esquimal cuya vida es corta. Para evaluar la edad verdadera, la edad fisiológica, hace falta encontrar, sea en los tejidos, sea en los humores, un fenómeno que se desarrolle de manera progresiva durante toda la extensión de la vida, y que sea susceptible de ser medido.
El hombre se encuentra constituido, en su cuarta dimensión, por una serie de formas que se superponen y se funden las unas en las otras. Es huevo, embrión, niño, adolescente, adulto, hombre maduro y anciano. Estos aspectos morfológicos son la expresión de ciertos estados estructurales, químicos y psicológicos. La mayor parte de estas variaciones de estado no pueden ser medidas. Cuando lo son, no expresan sino un momento de los cambios progresivos cuyo conjunto constituye el individuo. La medida del tiempo fisiológico debe ser equivalente a la de nuestra cuarta dimensión en toda su longitud. La lentitud progresiva del crecimiento durante la infancia y la juventud, los fenómenos de la pubertad y de la menopausia, la disminución del metabolismo basal, el encanecimiento de los cabellos, las ajaduras en la piel, etc., señalan las etapas de la duración. La actividad del crecimiento de los tejidos, disminuye también con la edad. Se puede medir esta actividad en los fragmentos de los tejidos extirpados de los cuerpos y cultivados dentro de frascos adecuados. Pero nos da reseñas escasas sobre la edad del organismo propio. Ciertos tejidos, en efecto, envejecen mas rápidamente que los otros. Y cada órgano se modifica según su ritmo propio, que no es, por supuesto, el del conjunto.
Existen, sin embargo, fenómenos que expresan un cambio general del organismo. Por ejemplo, la importancia de la cicatrización de una herida cutánea varía de manera continua en función con la edad del paciente. Se sabe que la marcha de la reparación puede ser calculada por dos ecuaciones establecidas por Du Noüy. La primera ecuación arroja un coeficiente llamado índice de cicatrización, que depende de la superficie y de la edad de la herida. Sometiendo este índice a una segunda ecuación, se puede, por medio de dos medidas hechas con intervalos de algunos días, predecir la marcha futura de la cicatrización. Este índice es tanto más grande cuanto la herida es más pequeña y el hombre más joven. Sirviéndose de este índice Du Noüy ha establecido una constante que expresa la actividad regeneradora característica de una edad dada. Esta constante es igual al producto del índice por la raíz cuadrada de la superficie de la herida. La curva de sus variaciones demuestra que la cicatrización es dos veces más rápida a los veinte años que a los cuarenta.
Con ayuda de estas ecuaciones, se puede deducir por la tasa de la reparación de una llaga, la edad del paciente. Por medio de este modo ha sido medida por primera vez la edad fisiológica. De los diez a los cuarenta y cinco años, más o menos, los resultados son extremadamente claros. Al fin de la edad madura, y durante la vejez, las variaciones del índice de cicatrización se tornan excesivamente débiles para poseer algún significado. Como este procedimiento exige la presencia de una llaga, no puede utilizarse para la medida de la edad fisiológica.
Sólo el plasma sanguíneo manifiesta durante toda la duración de la vida fenómenos característicos del envejecimiento del cuerpo entero. Contiene, en efecto, las secreciones de todos los órganos. Como forma con los tejidos un sistema cerrado, sus modificaciones repercuten necesariamente sobre los tejidos y viceversa. Padece durante el curso de la vida cambios continuos. Estos cambios han sido descubiertos a la vez por el análisis químico y por reacciones fisiológicas. El plasma, o el suero de un animal que envejece, modifica poco a poco su efecto sobre el crecimiento de las colonias celulares. La relación de la superficie de una colonia que vive en el suero a la de una colonia idéntica que vive en una solución salada, se llama índice del crecimiento. Este índice se torna tanto más pequeño cuanto más viejo es el animal al cual el suero pertenece. Gracias a esta disminución progresiva, el ritmo del tiempo fisiológico ha podido medirse. Durante los primeros días de la vida, el suero no retarda mayormente el crecimiento de las colonias celulares como lo retarda la solución salada. En este momento, el valor del índice se acerca a la unidad y en seguida, a medida que el animal envejece, el suero disminuye más y más la multiplicación celular. Y el valor del índice se torna más pequeño progresivamente. Es generalmente nulo durante los últimos años de la vida.
Ciertamente, este procedimiento es aún bastante grosero. Arroja informaciones suficientemente precisas sobre la marcha del tiempo fisiológico en los comienzos de la vida, mientras el periodo en que la vejez es muy rápida. Pero, durante la vejez, no indica suficientemente los cambios de la edad. Sin embargo, ha permitido dividir la vida de un perro en diez unidades de tiempo fisiológico. La duración de este animal puede ser evaluada por medio de estas unidades en lugar de ser medida por los años. Es pues, posible, comparar el tiempo fisiológico al tiempo solar, y sus ritmos aparecen como muy diferentes. La curva que representa la disminución del valor del índice en función de la edad cronológica, baja de manera abrupta durante el primer año. Después, su inclinación disminuye más y más durante los años segundo y tercero. Cuando apunta la edad madura, tiene tendencias a convertirse en horizontal. En el curso de la vejez, es horizontal absolutamente. Esta curva enseña que el envejecimiento es mucho más rápido al comienzo de la vida que a su fin. El primer año contiene más unidades de tiempo fisiológico que aquellos que lo siguen. Cuando se expresan la infancia y la vejez en años siderales, la infancia es muy corta, y la vejez muy larga. Por el contrario, medidas ambas en unidades de tiempos fisiológicos, la infancia es muy larga y la vejez muy corta.

III
Los caracteres del tiempo fisiológico.– Su irregularidad,– Su. Irreversibilidad.

Sabemos que el tiempo fisiológico es totalmente diferente, al tiempo físico. Si todos los relojes acelerarían o retardarían su marcha, y si la rotación de la tierra cambiase también su ritmo, nuestra duración permanecería siendo la misma. Pero nosotros creeríamos que aumenta o que disminuye. Sabríamos que se habría producido un cambio en el tiempo solar. Mientras que el tiempo físico nos arrastra, nos movemos también al ritmo de loe procesos interiores que constituyen el tiempo fisiológico. No somos únicamente granos de polvo que flotan sobre la superficie de un río. Somos gotas de aceite que, transportados por la corriente, se expanden sobre la superficie del agua con su movimiento propio. El tiempo físico nos es extraño, mientras que el movimiento interior está en nosotros mismos. Nuestro presente no cae en la nada como el presente de un péndulo. Se inscribe a la vez en la conciencia, en los tejidos y en la sangre. Guardamos con nosotros la huella orgánica, humoral y psicológica de todos los acontecimientos de nuestra vida. Somos el resultado de una historia, como las tierras de Europa, que tienen sobre ella campos cultivados, casas modernas, castillos feudales, catedrales góticas. Nuestra personalidad se enriquece con la experiencia nueva de cada uno de nuestros órganos, de nuestros humores y de nuestra conciencia. Cada pensamiento, cada acción, cada enfermedad, tiene para nosotros consecuencias definitivas, ya que no nos separamos jamás del pasado. Podemos curar completamente de una enfermedad o de una mala acción, pero su huella la conservamos siempre.
El tiempo solar corre con un ritmo uniforme. Está hecho de iguales intervalos. Su marcha no se modifica jamás. El tiempo fisiológico, por el contrario, cambia de un individuo a otro. Es más lento en las razas donde la longevidad es grande; más corto, en aquellas donde la existencia es más breve. Varía también en un mismo individuo en las diferentes etapas de su vida. Un año contiene muchos más acontecimientos fisiológicos y mentales durante la infancia que durante la ancianidad. El ritmo de esos acontecimientos decrece rápidamente primero y lentamente después. El número de unidades de tiempo fisiológico contenidas en un año solar, se torna más y más pequeño. En suma, el cuerpo es un conjunto de procesos orgánicos que se mueven s un ritmo rápido durante la infancia, y más y más lento durante la edad madura y la vejez. Ahora bien, es en los momentos en que la tasa de nuestra duración, se hace más pequeña, cuando adquiere el pensamiento la forma más elevada de su actividad.
El tiempo fisiológico está lejos de tener la precisión de un reloj. Los procesos orgánicos sufren ciertas fluctuaciones. El ritmo de nuestra duración no es constante. La curva que expresa su lentitud progresiva en el curso de la vida es irregular. Estas irregularidades que se producen en el encadenamiento de los procesos psicológicos, rigen nuestro tiempo. En ciertos momentos de la vida, el progreso de la edad parece detenerse. En otros, se acelera. Hay también fases en que el espíritu se concentra y crece; otras, en que se dispersa, envejece y degenera. El tiempo fisiológico y la marcha de los procesos orgánicos y psicológicos no tienen de manera alguna la regularidad del tiempo solar. El rejuvenecimiento aparente es, en general, producido por un acontecimiento dichoso, por un equilibrio mejor de las funciones fisiológicas y psicológicas. Quizás los estados de bienestar mental y orgánico vayan acompañados de modificaciones de los humores característicos de un rejuvenecimiento real. Las preocupaciones, los sufrimientos, las enfermedades degenerativas, las infecciones, aceleran la decadencia orgánica. Pueden determinarse en un perro las apariencias de un rápido envejecimiento inyectándole pus estéril. El animal enflaquece, se torna triste y fatigado. Al mismo tiempo su sangre y sus tejidos presentan reacciones fisiológicas análogas a las de la vejez. Pero estos fenómenos son reversibles y el ritmo normal se restablece más tarde. El aspecto de un anciano cambia poco de un año a otro. En ausencia de la enfermedad, el envejecimiento es un proceso muy lento. Cuando se vuelve rápido, es preciso suponer la intervención de otros factores que los factores fisiológicos. En general son las preocupaciones, los sufrimientos o las sustancias producidas por una infección cualquiera, por un órgano en vías de degeneración, por un cáncer, los que son responsables de este fenómeno. La aceleración de la senectud indica siempre una lesión orgánica o moral en el cuerpo que envejece.
Como el tiempo físico, el tiempo fisiológico es irreversible. En realidad, posee la misma irreversibilidad que los procesos funcionales de que está constituido. Entre los animales superiores, jamás cambia de sentido. Pero se suspende de manera parcial entre los mamíferos que invernan, y se detiene completamente entre los rotíferos disecados. Se acelera en los animales de sangre fría si la temperatura ambiente se levanta. Cuando Loeb mantenía moscas en una temperatura anormalmente alta, estas moscas envejecían más rápidamente y morían más jóvenes. De igual modo, el tiempo fisiológico cambia para un lagarto si la temperatura ambiente sobrepasa los 20 a los 40 grados. En este animal, el índice de cicatrización de una llaga cutánea se hace más grande, cuando la temperatura ambiente es alta, y más pequeña cuando ésta es baja. No es posible producir en el hombre modificaciones tan profundas de los tejidos, sirviéndose de procedimientos tan sencillos. Para acelerar o disminuir el ritmo del tiempo fisiológico, será necesario intervenir en el encadenamiento de los procesos fundamentales. Pero es imposible retardar la marcha de la edad o derribar su dirección, sin conocer la naturaleza de los mecanismos que son el substratum de nuestra duración.

IV
El substratum del tiempo fisiológico.– Cambios sufridos por las células vivas en un medio limitado.– Las alteraciones progresivas de los tejidos y del medio interior.

La duración fisiológica debe su existencia y sus caracteres a un cierto modo de organización de la materia animada. Hace su aparición desde el momento en que una porción del espacio que contiene células vivas, se aísla relativamente del resto del mundo. En todo nivel de la organización, tejido u órgano, o en el cuerpo de un hombre, el tiempo fisiológico depende de las modificaciones del medio producidas por la nutrición celular o por cambios experimentados por las células bajo la influencia de estas modificaciones del medio. Comienza por manifestarse en una colonia de células tan pronto como los residuos de su nutrición permanecen en torno de ellas y alteran, en consecuencia, el medio local. El sistema más sencillo para observar el fenómeno del envejecimiento, se compone de un grupo de células de tejidos cultivadas en un medio nutritivo débil. Con tal sistema, el medio se modifica progresivamente bajo la influencia de los productos de la nutrición y modifica a su vez a las células: entonces sobrevienen la vejez y la muerte. El ritmo del tiempo fisiológico depende de las relaciones entre los tejidos y su medio. Varía según el volumen, la actividad metabólica y la naturaleza de la colonia celular, y según la cantidad y la composición química de los medios líquidos y gaseosos. La técnica empleada en la preparación de un cultivo determina los caracteres de la duración de este cultivo. Por ejemplo, un fragmento de corazón no tiene el mismo destino si se alimenta de una sola gota de plasma en la atmósfera limitada de una lámina cóncava, que si se le sumerge dentro de un frasco que contenga gran cantidad de líquidos nutritivos y aire. La rapidez de la acumulación de los productos de la nutrición en el medio y su naturaleza, son los que determinan los caracteres del tiempo fisiológico. Si la composición del medio es mantenida constantemente igual, las colonias celulares permanecen indefinidamente en el mismo estado de actividad. Registran el tiempo por medio de modificaciones cuantitativas y no cualitativas. Si se vigila que su volumen no aumente, no envejecen jamás. Las colonias que provienen de un fragmento de corazón extirpado a un embrión de pollo en el mes de Enero de 1912, se multiplican tan activamente hoy como hace veintitrés años. [[5]]
En realidad, son inmortales. En el cuerpo, las relaciones de sus tejidos y de su medio, son incomparablemente más complejas que en el sistema artificial representado por un cultivo de tejidos. Aunque la linfa y la sangre que constituyen el medio interior están modificándose continuamente por los residuos de la nutrición celular, su composición se mantiene constante por efecto de los pulmones, los riñones, el hígado, etc. A pesar de estos mecanismos reguladores, se producen cambios muy lentos en el estado de los humores y los tejidos. Estos revelan por medio de las modificaciones del índice de crecimiento del plasma, y de la constante que expresa la actividad reguladora de la piel. Responden a estados sucesivos de la constitución química de los humores. En el suero sanguíneo, las proteínas se hacen más abundantes y sus caracteres se modifican. Son especialmente las grasas las que dan al suero la propiedad de obrar sobre ciertas células disminuyendo la rapidez de su multiplicación. Estas grasas aumentan en cantidad y cambian de naturaleza durante el curso de la vida. Las modificaciones de las grasas y de las proteínas no son el resultado de una acumulación progresiva, de una especie de retención de esas sustancias en el medio interior. Si después de haber extraído a un perro la mayor parte de su sangre, se separa el plasma de los glóbulos, y si se le reemplaza por una solución salada, resulta sencillo reinyectar al animal sus glóbulos sanguíneos desembarazados así de las proteínas y de las materias grasas. Se observa, entonces, que esas substancias se regeneran por medio de los tejidos en menos de dos semanas. El estado del plasma es debido, pues, no a una acumulación de sustancias nocivas, sino a un cierto estado de los tejidos, y este estado es específico de cada edad. Si se extrae el suero en varias ocasiones, se reproduce cada vez con los caracteres que corresponden a la edad del animal. El estado de la sangre durante la vejez se determina por sustancias de las cuales los órganos son un receptáculo en apariencia inagotable.
Los tejidos se modifican poco a poco durante el curso de la vida; pierden mucho líquido; se atosigan de elementos no vivos; de fibras conjuntivas que no son ni elásticas ni extensibles y, por ello los órganos adquieren más rigidez. Las arterias se endurecen, la circulación es menos activa, y por último, se producen en las glándulas modificaciones profundas. Los tejidos nobles pierden poco a poco su actividad. Su regeneración se torna más lenta o no se hace, pero esos cambios se producen más o menos rápidamente, según los órganos. Sin que sepamos la razón exactamente, algunos órganos envejecen más rápidamente que los otros. Esta vejez local afecta a veces a las arterias, otras al corazón, otras al cerebro, otras al riñón, etc. La senilidad prematura de un sistema de tejidos puede acarrear la muerte en un individuo todavía joven. La longevidad es tanto mayor cuanto los elementos del cuerpo envejecen de manera más uniforme. Si los músculos permanecen activos cuando el corazón y los vasos están ya gastados, éstos se convierten en un peligro para el individuo. Los órganos anormalmente vigorosos en un cuerpo viejo resultan casi tan perjudiciales como los prematuramente seniles en un cuerpo joven. Ya se trate de las glándulas sexuales, del aparato digestivo o de los músculos, el viejo soporta mal el funcionamiento relativamente exagerado de un sistema anatómico. El valor del tiempo no es el mismo para todos los tejidos. El heterocronismo de los órganos abrevia la duración de la vida. Si se impone e una parte del cuerpo un trabajo exagerado, aún en individuos cuyos tejidos son isócronos, el envejecimiento se acelera también. Todo órgano sometido a una actividad demasiado grande, a influencias tóxicas, a estímulos anormales, se gasta más ligero que los otros.
Sabemos que el tiempo fisiológico, lo mismo que el tiempo físico, no constituye una entidad. El tiempo físico depende de la constitución de los relojes y de la del sistema solar; el tiempo fisiológico, de la de los tejidos y de los humores de nuestro cuerpo y de sus relaciones recíprocas. Los caracteres de la duración son de los procesos estructurales y funcionales que son específicos de un cierto tipo de organización. Nuestra longevidad se determina, sin duda, por los mecanismos que nos hacen independientes del medio cósmico y nos dan nuestra, movilidad espacial y por la pequeñez del volumen de la sangre comparado al de los órganos, además por la actividad de los aparatos que purifican el medio interior, es decir, el corazón, los pulmones y los riñones. Sin embargo, esos aparatos no alcanzan a impedir las modificaciones progresivas de los humores y de los tejidos. Quizás estos últimos no están suficientemente desembarazados por la circulación sanguínea de sus residuos. Probablemente su nutrición sea insuficiente. Si el volumen del medio interior fuese más considerable, la eliminación de los productos de la nutrición más completa, es de creer que la vida humana sería más larga, pero nuestro cuerpo sería entonces mayor, más blando, menos compacto. Tal vez se parecería a los gigantescos animales prehistóricos y no tendría ciertamente la agilidad, la rapidez y la destreza que poseemos hoy día.
El tiempo psicológico no es sino un aspecto de nosotros mismos. Su naturaleza, nos es desconocida, como la de la memoria. La memoria es quien nos da el sentido del paso del tiempo. Sin embargo, la duración psicológica está formada por otros elementos. Ciertamente nuestra personalidad está construida por nuestros recuerdos, pero procede también del sello sobre todo nuestros órganos de los acontecimientos físicos, químicos, fisiológicos y psicológicos de nuestra vida. Si nos recogemos en nosotros mismos, sentimos vagamente el paso de nuestra duración. Somos capaces de evaluar esta duración de manera groseramente aproximada en términos físicos. Tenemos el sentimiento del tiempo, del mismo modo, quizás, que los elementos musculares o nerviosos. Los diferentes grupos celulares registran, cada uno a su manera, el tiempo físico. El valor del tiempo para las células de los nervios y de los músculos, se expresa como se sabe en unidades llamadas cronaxias. La influencia nerviosa se propaga entre los elementos que poseen la misma cronaxia. El isocronismo y el heterocronismo de las células, tienen un papel capital en sus funciones. Quizás esta apreciación del tiempo por los tejidos llegue hasta el umbral de la conciencia. A ella deberíamos la impresión indefinible de algo que resbala silenciosamente en el fondo de nosotros, y en la superficie de la cual flotan nuestros estados de conciencia como los círculos de luz de un proyector eléctrico sobre el agua de una corriente oscura. Sabemos que cambiamos constantemente; que no somos idénticos a lo que éramos en otros tiempos, y sin embargo, somos el mismo ser. La distancia a que nos sentimos hoy del niño que antaño fue uno de nosotros, es precisamente esta dimensión de nuestro organismo y de nuestra conciencia que asimilamos a una dimensión espacial. De esta forma, del tiempo interior no sabemos nada aparte de que es a la vez dependiente o independiente del ritmo de la vida orgánica, y que se mueve más y más ligero a medida que envejecemos.

V
La longevidad. – Es posible aumentar la duración de la vida, pero ¿vale la pena lograrlo?

El mayor deseo de los hombres es la juventud eterna. Desde Merlin hasta Cagliostro, Brown-Séquard y Voronoff, charlatanes y sabios han perseguido el mismo ensueño y sufrido la misma desilusión. Nadie ha descubierto el secreto supremo. Sin embargo, tenemos de él una necesidad y más y más imperiosa. La civilización científica nos ha cerrado totalmente casi el mundo del espíritu, vale decir, del alma. Sólo nos queda el de la, materia. Debemos, pues, conservar intacto el vigor de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia. Únicamente la fuerza de la juventud permite la plena satisfacción de los apetitos y la conquista del mundo exterior y por tanto, resulta indispensable al que quiere vivir dichoso en la vida moderna. Hemos realizado, en cierta medida, el sueño ancestral desde el momento en que conservamos ahora más largo tiempo la actividad de la juventud. Pero no hemos logrado aumentar la duración de nuestra vida. Un hombre de cuarenta y cinco años no tiene más esperanzas hoy día de alcanzar los ochenta que en el pasado siglo. Aun es probable que la longevidad disminuya, aunque la duración media de la vida sea mayor.
Esta impotencia de la higiene y de la medicina constituye un hecho extraño. Ni los progresos realizados en la calefacción, en la ventilación y el alumbrado de las casas; ni la higiene alimenticia, ni las salas de baño, ni los deportes, ni los exámenes médicos periódicos, ni la multiplicación de los especialistas, han logrado añadir un día a la duración máxima de la existencia humana. ¿Debemos suponer que los higienistas y los médicos fisiólogos se han equivocado en la organización de la vida del individuo, como los políticos, los economistas y los financistas en la vida de las naciones? Después de todo, es posible que el confort moderno y el género de vida adoptado por la Ciudad Nueva violen ciertas leyes naturales. Sin embargo, se ha producido en el aspecto de los hombres y de las mujeres, un cambio pronunciado. Gracias a la higiene, al hábito de los deportes, a ciertas restricciones alimenticias, a los salones de belleza, a la actividad superficial engendrada por el teléfono y el automóvil, todos conservan un aspecto más alerta y más vivo. A los cincuenta años, las mujeres continúan siendo jóvenes. Pero el progreso moderno nos ha dado al mismo tiempo que oro, mucha moneda falsa. Cuando los rostros renovados y tersos por el arte del cirujano se desploman; cuando los masajes no son suficientes para reprimir la invasión de la grasas, las que guardaron tanto tiempo la apariencia de la juventud se vuelven peores que lo que fueron, a la misma edad, sus abuelas. Los pseudo jóvenes que juegan tenis y bailan como si tuvieran veinte años; los que se desembarazan de su mujer ya vieja para casarse con una muchacha, están expuestos al reblandecimiento cerebral, a las enfermedades del corazón y de los riñones. A veces también mueren de manera brusca en su cama, en su oficina, en la cancha de golf, .a una edad en que sus antepasados conducían aún la carreta, o dirigían con mano firme sus negocios. Ignoramos la causa de estas fallas de la vida moderna. Sin duda, los médicos y los higienistas sólo tienen una pequeña parte de esta responsabilidad. Probablemente son los excesos de todo género, la inseguridad económica, la multiplicidad de las ocupaciones, la ausencia de disciplina moral, las preocupaciones, quienes determinan el deterioro anticipado de los individuos.
Sólo el análisis de los mecanismos de la duración fisiológica podría conducimos a la solución del problema de la longevidad. En la actualidad no es bastante completa para que pueda ser utilizada. No nos queda sino buscar de una manera únicamente empírica, si la vida humana, es susceptible de ser aumentada o no. La presencia de algunos centenarios en cada país, es una prueba de que nuestras potencialidades temporales pueden aumentarse. Por lo demás, hasta el presente, jamás se ha logrado una enseñanza útil de la observación de estos centenarios. Sin embargo, es evidente que la longevidad es hereditaria y que depende también de las condiciones del desarrollo. Cuando los descendientes de familias cuya vida es larga vienen a vivir en las grandes ciudades, pierden, en una o dos generaciones, la capacidad de llegar a viejos. El estudio de animales de raza pura y de bien conocida constitución hereditaria, puede indicarnos en qué medida influye el medio en la longevidad. En ciertas razas de ratas cruzadas entre hermanos y hermanas durante muchas generaciones, la duración de la vida varía poco de un individuo a otro. Pero si se modifican ciertas condiciones del medio, por ejemplo la habitación, colocando a los animales en semilibertad en lugar de guardarlos en jaulas, permitiéndoles excavar terreno y retornar a la existencia primitiva, ésta se hace más corta. Tan extraño fenómeno se debe principalmente a las batallas incesantes que se libran entre los animales. Si sin variar su modo de vida, se suprime en ellos ciertos elementos de su alimentación, la longevidad disminuye igualmente. Por el contrario, aumenta de manera notable, cuando en lugar de modificar la habitación, la calidad y la cantidad del alimento, se somete a los animales a dos días de ayuno por semana. Es, pues, evidente, que estos cambios sencillos son susceptibles de modificar la duración de la vida. Debemos, pues, llegar a la conclusión de que la longevidad de los seres humanos podría ser aumentada por el empleo de procedimientos análogos.
Es preciso no ceder a la tentación de servirnos ciegamente para este fin de los medios que pone la higiene moderna a nuestra disposición. La longevidad sola es deseable si se prolonga con ella la juventud, no la vejez. Pero de hecho, la duración de la vejez crece más que la de la juventud. Durante el período en que el individuo se hace incapaz de subvenir a sus necesidades, se convierte en una carga para los demás. Si todo el mundo viviese hasta los noventa años, el peso de esta muchedumbre de viejos será intolerable para el resto de la población. Antes de prolongar la vida de los hombres, es preciso encontrar el medio de prolongar hasta el fin sus actividades físicas y mentales. Ante todo, no debemos aumentar el número de enfermos, de paralíticos, de débiles, de dementes. Y aun, si se pudiese conservar la salud hasta la propia víspera de !a muerte, no sería conveniente conceder a todos una gran longevidad. Ya hemos estudiado los inconvenientes del número de individuos cuando no se pone atención alguna a su calidad. ¿Para qué aumentar la duración de la vida de las gentes cuando son desgraciadas, egoístas, estúpidas e inútiles? Es la calidad de los seres humanos la que importa y no su cantidad. No hay que procurar que aumente el número de centenarios, antes de haber descubierto el medio de prevenir la degeneración intelectual y moral y las enfermedades lentas de la decrepitud.

VI
El rejuvenecimiento artificial.– Las tentativas de rejuvenecimiento.– ¿Es posible rejuvenecer?

Sería más útil encontrar un método para rejuvenecer a los individuos cuyas cualidades fisiológicas y mentales justificaran semejante medida. Se puede concebir el rejuvenecimiento como una reversión total del tiempo interior. El sujeto sería arrastrado por medio de una operación hacia un período anterior de su vida. Se le amputaría, pues, cierta parte de su cuarta dimensión. Desde el punto de vista práctico, es preciso tomar en cuenta el rejuvenecimiento en un sentido más restringido y considerarle como una reversión parcial de la duración psicológica. La dirección del tiempo psicológico no cambiaría. Persistiría la memoria y sólo el cuerpo sería rejuvenecido. El sujeta podría, por medio de órganos que se tornarían vigorosos nuevamente, utilizar la experiencia de una larga vida. En las tentativas hechas por Steinach, Voronoff y otros, se ha dado el nombre de rejuvenecimiento a una mejora del estado general, a un sentimiento de fuerza y elasticidad, a un nuevo despertar de las funciones genéticas, etc. Pero el mejor aspecto que presente un anciano después del tratamiento no indica que haya rejuvenecido. El estudio de la constitución química del suero, solo y de sus reacciones funcionales, puede denunciar un cambio en la edad fisiológica. Un aumento permanente del índice del aumento del suero probaría la realidad del resultado obtenido. En suma, el rejuvenecimiento es equivalente a ciertas modificaciones fisiológicas y químicas que se pueden medir en el plasma sanguíneo. Sin embargo, la ausencia de estos signos no indica necesariamente que la edad del sujeto no haya disminuido. Nuestras técnicas son todavía groseras. No pueden revelar en un viejo una reversión del tiempo fisiológico que corresponda a menos de muchos años. Si se rejuveneciese a un perro viejo sólo en un año, no encontraríamos en sus humores la prueba de este resultado.
Entre las antiguas teorías médicas, se encuentra aquella de la propiedad que tiene la sangre joven de comunicar su juventud a un cuerpo decrépito y gastado. El Papa Inocencio VIII se hizo hacer la transfusión de sangre utilizando para ello a tres individuos jóvenes, pero murió en seguida de efectuada esta operación. Probablemente la muerte la ocasionó la técnica misma de la transfusión. Sin embargo, la idea merece ser tomada en cuenta. Es probable que la sangre joven introducida en el organismo de un anciano, produzca modificaciones favorables, y resulta extraño que esta operación no haya sido tentada nuevamente. Quizás este olvido se debe a que la medicina se rige por la moneda. Hoy por hoy, son las glándulas endocrinas quienes tienen la confianza de los médicos. Después de haberse inyectado a si mismo un extracto de testículo fresco, Brown-Séquard se creyó rejuvenecido. Este descubrimiento tuvo inmensa resonancia. Brown-Séquard, sin embargo, murió poco después. Pero la creencia en los testículos como agentes de rejuvenecimiento sobrevivió. Steinach procuró demostrar que podía estimularse esta glándula por medio de la ligadura de su canal deferente, determinando así su reactivación. Practicó esta operación en muchos ancianos. Los resultados fueron dudosos. La idea de Brown-Séquard fue cogida de nuevo y extendida por Voronoff. Este, en lugar de inyectar sólo un extracto testicular, inyectó a viejos o a hombres prematuramente envejecidos, testículos de chimpancés. Es incontestable que la operación fue seguida a veces de una mejoría del estado general y de las funciones sexuales del paciente. Por cierto, un testículo de chimpancé no puede vivir largo tiempo en el organismo de un hombre. Pero mientras degenera, entrega quizás a la circulación substancias que estimulan las glándulas sexuales y las otras glándulas endocrinas del enfermo. Estas operaciones no dan jamás resultados durables. Ya sabemos que la vejez no se debe a la detención o paralización de una sola glándula, sino a ciertas modificaciones de todos los tejidos y de todos los humores. La pérdida de la actividad de las glándulas sexuales no es la causa de la vejez, sino una de sus consecuencias. Es probable que ni Steinach ni Voronoff observasen jamás rejuvenecimientos verdaderos. Pero su carencia de éxito hasta el presente no significa de manera alguna que el rejuvenecimiento sea imposible de obtener.
Es plausible que la reversión parcial del tiempo fisiológico se torne realizable. Se sabe que nuestra duración está hecha de procesos estructurales y funcionales. La verdadera edad depende de un movimiento progresivo de los tejidos y de los humores. Tejidos y humores son solidarios los unos de los otros. Si se reemplazasen la sangre y las glándulas de un anciano por las glándulas de un niño muerto al nacer, y por la sangre de un joven, quizás el anciano rejuvenecería. Pero sería necesario vencer multitud de dificultades técnicas antes de que tal operación fuera posible. Ignoramos la manera de elegir órganos apropiados de un individuo dado. No existe aún procedimiento que permita hacer que los tejidos transplantados puedan ser capaces de adaptarse de un modo definitivo a su huésped. [ [6]] Pero la ciencia progresa, con rapidez. Gracias a las técnicas ya existentes y a las posibles de descubrir, podremos continuar en busca del formidable secreto. La humanidad no se cansará, jamás de perseguir la inmortalidad. No la alcanzará porque está ligada a las leyes de su constitución orgánica pero logrará quizás retardar durante algún tiempo la marcha inexorable de la duración fisiológica. No logrará, vencer a la muerte porque la muerte viene a constituir un rescate que debemos pagar por nuestro cerebro y nuestra personalidad.
A medida que progresen los conocimientos de la higiene del cuerpo y del alma, sabremos que la vejez, sin la enfermedad, no es temible. Es a la enfermedad y no a la vejez a quien debemos la mayor parte de nuestras desdichas.

VII
Concepto operacional del tiempo interior.– El valor real del tiempo físico durante la infancia y durante la vejez.

El valor humano del tiempo físico depende naturalmente de la naturaleza del tiempo interior, del cual constituye la medida. Sabemos que nuestra duración es un flujo de cambios irreversibles de los tejidos y de los humores. Se puede estimar aproximadamente en unidades de tiempo fisiológicos, siendo cada unidad equivalente a cierta modificación del suero sanguíneo. Sus caracteres vienen de la estructura del organismo y de los procesos fisiológicos ligados a esta estructura. Son específicos de cada especie, de cada individuo, y de la edad de cada uno de estos individuos. Situamos generalmente esta duración en el cuadrante del tiempo de los relojes, desde el momento en que formarnos parte del mundo físico. Las divisiones naturales de nuestra vida se cuentan en días y en años. La infancia y la adolescencia duran más o menos dieciocho años. La madurez y la vejez, cincuenta o sesenta años. El hombre pasa por un breve período de desarrollo y un largo período de acabamiento y decrepitud. Pero podemos, por el contrario, comparar el tiempo físico al tiempo fisiológico y traducir el tiempo de un reloj en términos de tiempos humanos. Entonces, se produce un fenómeno extraño. El tiempo físico pierde la constancia de su valor. Los minutos, las horas, los años, se hacen en realidad diferentes para cada individuo y para cada período de vida de un individuo. Un año es más largo durante la, infancia y mucho más corto durante la vejez. Tiene un valor diferente para un niño que para sus padres. Es mucho más precioso para él que para ellos, porque contiene muchas más unidades de su tiempo propio.
Sentimos más o menos estos cambios en el valor del tiempo físico que se produce en el curso de nuestra vida. Los días de nuestra infancia nos parecen muy lentos. Los de nuestra madurez, en cambio, son de una desconcertante rapidez. Este sentimiento proviene, quizás, de que inconscientemente colocamos el tiempo físico en el cuadro de nuestra duración. Y, naturalmente, el tiempo físico nos parece variar en razón inversa de esta duración. El tiempo físico se desliza a una velocidad uniforme, mientras que nuestra propia, velocidad disminuye sin cesar. Es como un gran río que corriese por la pradera. Al amanecer de su jornada, el hombre marcha alegremente a lo largo de su orilla y las aguas le parecen perezosas. Pero éstas aceleran poco a poco su curso. Hacia el medio día, no se dejan ya llevar la delantera por el hombre. Cuando se aproxima la noche, aumenta su velocidad mucho más, y el hombre se detiene para siempre, mientras el río continúa inexorablemente su camino. En realidad, el río no ha cambiado jamás de velocidad. Pero la rapidez de nuestra marcha disminuye. Quizás la lentitud aparente del comienzo de la vida y la brevedad del fin se deben a que un año representa, como se sabe, para el niño y para el viejo distintas proporciones de su vida pasada. Es más probable, sin embargo, que nos demos cuenta oscuramente de la lentitud progresiva de nuestro tiempo interior, es decir, de nuestros procesos fisiológicos. Cada uno de nosotros, es el hombre que corre a lo largo de la orilla, mientras admira como se acelera el paso de las aguas.
Es el tiempo de la primera infancia el que naturalmente resulta más rico y debe ser utilizado de todas las maneras imaginables por la educación. La pérdida de estos momentos es irreparable. En lugar de dejar sin cultivo los primeros años de la vida, es preciso, al contrario, cultivarlos del modo más minucioso. Y este cultivo exige un profundo conocimiento de la fisiología y de la psicología que los educadores modernos no tienen aún la posibilidad de adquirir. Los años de la madurez y de la vejez sólo tienen un débil valor fisiológico. Casi se encuentran vacíos de cambios orgánicos y mentales. Deben, entonces, llenarse con una actividad artificial. No hace falta que el hombre que envejece deje de trabajar, se retire, en suma. La inacción disminuye mucho más el contenido de su tiempo. El descanso es más peligroso para los viejos que para los jóvenes. A aquellos cuyas fuerzas declinan, debemos darles un trabajo apropiado, pero no el reposo. Es preciso no estimular en estos momentos los procesos funcionales. Es mejor suplir su lentitud con un aumento de su actividad psicológica. Si los días se llenan de acontecimientos mentales y espirituales, la rapidez de su carrera disminuye. Pueden, incluso, alcanzar la plenitud de los días de la juventud.

VIII
La utilización del concepto del tiempo interior.– La duración del hombre y la de la civilización.– La edad fisiológica y la del individuo.

La duración forma parte del hombre. Está ligada a él como lo está el mármol a la forma de la estatua. Como constituimos la medida de todas las cosas, relacionamos con nuestra duración la de los acontecimientos de nuestro mundo. Nos servimos de ella como de unidad en el evalúo de la ancianidad de nuestro planeta, de la raza humana, de la civilización. Es la extensión de nuestra propia vida la que nos hace juzgar cortas o largas nuestras especulaciones. Erradamente nos servimos de la misma escala temporal, para apreciar la duración de la vida de un individuo y la de una nación. Hemos tomado la costumbre de apreciar los problemas sociales del mismo modo que los individuales; así, pues, nuestras observaciones y experiencias son demasiado cortas. Tienen, por este motivo, escasa significación. Hace falta a menudo un siglo para que un cambio en las condiciones materiales y morales de la existencia humana dé caracteres nuevos a una nación.
Hoy día el estudio de los grandes problemas económicos, sociales y raciales reposa sobre los individuos y se interrumpe cuando los individuos mueren. Del mismo modo, las instituciones científicas y políticas son concebidas en términos de la duración individual. Sólo la Iglesia Romana ha comprendido que la marcha de la humanidad es muy lenta, y que el paso de una generación no es en el mundo civilizado sino un acontecimiento insignificante. Cuando se toman en cuenta las cuestiones que interesan el porvenir de las grandes razas, la duración de un individuo es una unidad defectuosa de medida temporal. El advenimiento de la civilización científica hace indispensable poner en su exacto sitio todas las cuestiones fundamentales. Asistimos a nuestra falla moral, intelectual y social. Sólo nos damos cuenta de las causas de un modo incompleto. Hemos alimentado la ilusión de que las democracias podían únicamente sobrevivir gracias a los esfuerzos cortos y ciegos de los ignorantes. Ahora sabemos que estábamos equivocados. La dirección de las naciones por hombres que evalúan el tiempo en función de su propia duración, conduce, como lo sabemos, a un desarrollo inmenso y a la bancarrota. Es indispensable preparar los acontecimientos futuros, formar las generaciones jóvenes para la vida de mañana, extender nuestro horizonte temporal más allá de nosotros mismos.
Por el contrario, en la organización de los grupos sociales transitorios, tales como una clase especial de niños o un equipo de obreros, es preciso tener en cuenta el tiempo fisiológico. Los miembros de cada grupo deben funcionar necesariamente al mismo ritmo. Los niños de una misma clase están obligados a tener una actividad intelectual más o menos semejante. Los hombres que trabajan en las fábricas, en los bancos, en los almacenes, en las universidades, etc., deben cumplir cierta tarea, en un tiempo determinado. Aquellos que por causa de la edad, o por la enfermedad, ven declinar sus fuerzas, traban la marcha del conjunto. Hasta el presente, es la edad cronológica la que determina la clasificación de niños, adultos y ancianos. Se coloca en la misma clase a los niños de la misma edad. También se fija por la edad el momento del retiro de un trabajador cualquiera. Sin embargo sabemos que el estado real de un individuo no corresponde exactamente a su edad cronológica. Existen ciertos trabajos donde habría que agrupar a los seres humanos por la edad fisiológica.. En algunas escuelas, se ha elegido la pubertad como medio de clasificar a los niños, pero no existe aún el procedimiento que permita medir la tasa del declive fisiológico y mental y saber en qué momento un hombre que envejece debe retirarse. Sin embargo, el estado de un aviador puede determinarse exactamente por ciertos “tests”. Es su edad fisiológica y no su edad cronológica la que indica la fecha del retiro de los pilotos aviadores.
La noción del tiempo fisiológico nos explica de qué manera estamos aislados los unos de los otros en mundos diferentes. Para los niños es imposible comprender a sus padres, y más imposible aún comprender a sus abuelos. Si se les considera en un mismo momento, los individuos pertenecientes a cuatro generaciones sucesivas son profundamente heterocrónicos. Un anciano y su bisnieto son seres totalmente diferentes, absolutamente extraños el uno al otro. La influencia moral de una generación sobre la que le sigue parece ser tanto mayor cuanto su distancia temporal es más pequeña. Sería preciso que las mujeree fuesen madres en la época de su primera juventud. De este modo no estarían separadas de sus hijos por un intervalo temporal tan grande que el amor mismo no es capaz de llenar.

IX
El ritmo del tiempo fisiológico y la modificación artificial de los seres humanos.

El conocimiento del tiempo fisiológico nos da el medio de dirigir convenientemente nuestra acción sobre los seres humanos. Nos indica en qué momento de la vida y por medio de qué procedimientos esta acción puede ser más eficaz. Sabemos que el organismo es un mundo cerrado. Sus fronteras externa o interna, la piel y las mucosas respiratorias y digestivas, se abren sin embargo a ciertas influencias. Este mundo cerrado es modificable porque constituye una cosa en movimiento, una superposición de modelos sucesivos en el cuadro de nuestra identidad. Y está sin cesar modificado por los agentes físicos, químicos y psicológicos que logran introducirse en él. Nuestra dimensión temporal se construye sobre todo durante la infancia, en la época en que los procesos funcionales son más activos. En este momento es, precisamente, cuando los acontecimientos orgánicos se acumulan en gran número cada día. Su masa plástica puede recibir la forma que es deseable dar al individuo. La educación fisiológica, intelectual y moral, debe tomar en cuenta la naturaleza de nuestra duración y la estructura de nuestra dimensión temporal. El ser humano es comparable a un líquido viscoso que se deslizase a la vez en el espacio y en el tiempo. No cambia instantáneamente de dirección. Cuando se quiere obrar sobre él, hace falta tomar en cuenta la lentitud de su propio movimiento. No debemos modificar brutalmente su forma como se corrigen a martillazos los defectos de una estatua de mármol. Sólo las operaciones quirúrgicas producen cambios repentinos favorables, y así, todavía, el organismo cicatriza lentamente la maniobra brutal del cuchillo. Jamás se obtiene mejoría profunda en el cuerpo de manera rápida. Nuestra acción debe insinuarse en los procesos fisiológicos, que son el substratum de la duración, siguiendo su propio ritmo. Este ritmo de la utilización por medio del organismo de agentes físicos, químicos y psicológicos, es lento. De nada sirve administrar a un niño, de una sola vez, una gran cantidad de aceite de hígado de bacalao, pero una cantidad pequeña de este remedio, dada cada día durante muchos meses, modifica las dimensiones y la forma del esqueleto. Los factores mentales obran igualmente de manera progresiva. Nuestras intervenciones en la personalidad estructural y psicológica no alcanzan pleno efecto si no se conforman a las leyes de nuestro desarrollo. El niño se parece a un arroyuelo que sigue todas las modificaciones de su lecho. El arroyuelo conserva su identidad dentro de la diversidad de su forma. Puede convertirse en lago o en torrente. La personalidad persiste en el flujo de la materia, pero crece o disminuye, según las influencias que padece.
Nuestro desarrollo no se efectúa sino al precio de una poda constante de nosotros mismos. Poseemos, al comienzo de la vida, vastas posibilidades. No estamos limitados en nuestro desarrollo sino por las fronteras extensibles de nuestras predisposiciones ancestrales. Pero a cada instante debemos elegir. Y cada elección sumerge en la nada multitud de nuestras virtualidades. La necesidad de elegir un solo camino entre los que se nos presentan, nos priva de ver los países a los cuales nos habrían conducido los otros caminos. En nuestra infancia llevamos con nosotros multitud de seres virtuales que mueren uno a uno. Cada anciano está rodeado del cortejo de aquellos que habría podido él ser, de todas sus potencialidades abortadas. Somos a la vez, un fluido que se solidifica, un tesoro que empobrece, una historia que se escribe, una personalidad que se crea. Nuestra ascensión o nuestro descenso dependen de factores físicos, químicos y fisiológicos, de virus y de bacterias, de la influencia psicológica, del medio social, y, por fin, de nuestra voluntad. Estamos constituidos a la vez por nuestro medio y por nosotros mismos. Y la duración es la sustancia misma de nuestra, vida orgánica y mental, por cuanto significa invención, creación de forma, elaboración continua de lo absolutamente nuevo [ [7]] .


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